El sábado 28 de julio de 1821, la proclama del general don José de San Martín, en la Plaza Mayor, se repitió en otras zonas de Lima. Era la costumbre. Y se celebró con una cena en la Casa de Pizarro y en otros rincones de la ciudad. Pero tuvieron que pasar otros tres años para que en Ayacucho se consolidara ese grito libertario.
Desde 1812 hasta 1824, el Perú fue estremecido por rebeliones dentro y fuera de nuestras fronteras, y por un profundo cambio social y económico que llegaba desde la propia España.
Fueron doce años aplastantes: mientras San Martín proclamaba la independencia, la ciudad de Lima estaba rodeada por las tropas realistas que, además, se desplazaban como Pedro en su casa por casi todo el sur peruano. En Cusco, recibieron con honores al general José de La Serna y celebraron con anticipación su designación como nueva capital del virreinato. Por si fuera poco, el ciudadano de a pie comprobaba que la élite intelectual, militar, comercial y hasta la nobleza local cambiaba de bando de la noche a la mañana. Ahora eran “patriotas”, cuando meses antes juraban su lealtad al rey y hasta financiaban las campañas militares contra los rebeldes.
Fue una década en la que gobernaron cuatro virreyes: José Fernando de Abascal (represor brutal, con buena muñeca política), sucedido por José de la Pezuela Griñán (buen militar pero sin manejo político), derrocado en enero de 1821 por el general José de la Serna, quien cayó prisionero en la batalla de Ayacucho. Su sucesor fue el noble arequipeño Pío Tristán, un “virrey interino” de gobierno efímero. Mientras que en el bando patriota tuvimos dos libertadores, José de San Martín y Simón Bolívar, este último autodeclarado “dictador”.
Para la historiadora Margarita Guerra Martiniere, la sociedad peruana de esos años estuvo dividida en fidelistas, autonomistas y separatistas. “La minoría era separatista. Los fidelistas estaban de lado del virrey y aceptaban ciertas reformas pero bajo el dominio del rey de España. Los autonomistas son los que buscan un funcionamiento más o menos autónomo, con instituciones que podían ser nombradas por España pero que se gobernaban casi con independencia. Los separatistas no quieren reformas, no quieren más vínculo con España. Ellos son los que apoyan a San Martín y Bolívar”, sostiene la también compiladora del libro Las Cortes de Cádiz y su impacto en el virreinato del Perú.
En España, el 19 de marzo es la festividad de San José, “el Pepe”. En esa misma fecha, en 1812, fue proclamada la célebre Constitución de Cádiz, a la que denominaron “La Pepa”. Se dio cuatro años después de la invasión napoleónica a España. En 1808, el emperador francés derrotó al ejército ibérico y secuestró al rey Fernando VII. Nombró en su lugar a José Bonaparte, su hermano mayor. Desde entonces, Cádiz se convirtió en epicentro de la resistencia y del gobierno español a través de sus cortes.
La Pepa tuvo carácter revolucionario: fue una Constitución que no solo derribó el absolutismo en España, también dictó la erradicación de los tributos indígenas, derogó la mita, promulgó la libertad de imprenta y, de la noche a la mañana, convirtió en ciudadanos españoles a todos los americanos, incluyendo indios, mestizos y esclavos negros, quienes debían elegir a sus propios cabildos en elecciones directas y universales.
Uno de los gestores de los decretos a favor de los indígenas fue el diputado peruano Dionisio Inca Yupanqui, teniente coronel de un batallón de dragones hispano. Vivía en España desde 1769, donde su padre convalidó su título de nobleza como descendiente de incas. En 1810 fue electo diputado de las Cortes de Cádiz y sus encendidos discursos sirvieron para acabar con el tributo indígena y la mita. “Un pueblo que oprime a otro no puede ser libre”, dijo en uno de sus discursos y planteó que las desventuras hispanas por la invasión de Napoleón eran un “castigo divino por los atropellos de los indios en América”.
Con España invadida, no faltaron los postulantes a gobernar América: “Antes de la Pepa, los franceses emitieron la Constitución de Bayona, en 1808, de la cual no se habla pero que influyó en los debates de Cádiz”, sostiene la doctora Guerra. Y revela, además, que “a Lima llegaron emisarios de la hermana de Fernando VII, Carlota Joaquina, que estaba en Portugal y luego pasó a Brasil. Como en América no había ninguna autoridad real, ella quería ser la reina. El virrey Abascal rechazó la propuesta y apoyó La Pepa porque no le quedaba otra alternativa, dado que oficialmente las Cortes están dando las leyes para todo el territorio español”.
Años después, en el Congreso de Tucumán (virreynato de Río de la Plata) se propuso una monarquía para el Perú con la elección de un descendiente inca. "Hubo mucha vinculación en Salta y Tucumán con todo el sur del Perú. Es la ruta por la que pasa el comercio desde los puertos del Oceano Atlántico, también fue paso de los revolucionarios. La idea no prospera, pero nos da una idea de cómo sí se conocía la existencia de descendientes de los incas", sostiene la investigadora.
Como se demuestra en el libro La república plebeya, de la historiadora Cecilia Méndez, el contenido de la Pepa llegó al Perú con los arrieros procedentes de Mar del Plata. Antes de su discusión en Lima, ya provocaba grandes debates en el Alto Perú, Cusco, Huamanga y otras ciudades andinas.
"Muchos ejemplares impresos nunca llegaron, pero se empieza a comentar en sitios públicos, plazas, pulperías y cafés... y son reuniones con gente de diferentes sectores sociales".
En Lima, empero, ya existía cierta libertad de imprenta que se convalida con los decretos de las Cortes de Cádiz. “Con la Pepa todo cambia y se convoca a elecciones de cabildos que antes eran cargos comprados. El virrey Abascal se quejaba porque la gente que entraba a los cabildos era de reconocida tendencia contraria al régimen”.
Guerra insiste en que toda guerra de independencia no se puede hablar de una identificación total de la sociedad con los rebeldes. Siempre hay matices. Pone como ejemplo a los hacendados, que apoyaron las transformaciones de La Pepa y luego la independencia, pero que mantenían bajo su dominio a esclavos negros, que aspiraban a otro tipo de independencia. “Ambos se sienten peruanos, pero uno quiere mantener su estatus y el otro quiere su libertad. Cuando San Martín decreta la libertad de vientres, es decir que nadie nace esclavo en el Perú, no declara la libertad de los esclavos que están participando en su propio ejército y que eran donados por algunos hacendados patriotas”.
Con los indígenas ocurrió algo similar. Muchos caciques y los propios “indios” no querían dejar de pagar el viejo tributo que les daba derecho a una porción de tierra, a pesar que así lo lo disponía la Constitución de Cádiz. Lo peor llegó con Bolívar, cuando decretó que las comunidades campesinas fueran propiedad individual y sus tierras fueron absorbidas por los grandes hacendados.
“Es cierto que la sociedad virreinal se rompió –concluye la doctora Guerra–, pero es un punto de quiebre relativo, porque los cambios en la sociedad no se dan tan radicalmente. La costumbre muchas veces prima sobre la ley”.