Columnista invitado. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.
Pedro P. Grández Castro, Constitucionalista – Profesor universitario
El papel del Estado, su legitimidad, la forma en que se organiza desde sus orígenes y los riesgos que implican determinadas configuraciones estatales constituyen un capítulo medular de la filosofía política, la sociología y, desde luego, del Derecho constitucional contemporáneo. Las concepciones y propuestas se despliegan de un extremo a otro, y resulta indispensable observar los matices que ofrece cada tradición. Dentro del pensamiento liberal —sin lugar a duda la corriente que más se ha empeñado en racionalizar el rol del Estado, orientándolo hacia la libertad y los derechos— existen también posiciones extremas que han denunciado no solo la inutilidad del Estado, sino que incluso han propugnado su desaparición, acusándolo de ser, en sí mismo, una “organización criminal”.
Este es el caso de algunos economistas neoliberales que, durante la década de 1980, se entusiasmaron con la llegada de Margaret Thatcher al poder en Inglaterra y defendieron la necesidad de reducir las funciones del Estado hasta su “mínima expresión”. Ninguno llegó, sin embargo, tan lejos como el economista neoyorquino Murray N. Rothbard, frecuentemente citado por el presidente argentino Javier Milei. Según Rothbard, “si los impuestos son obligatorios, forzosos y coactivos y, por consiguiente, no se distinguen del robo, se sigue que el Estado, que subsiste gracias a ellos, es una organización criminal, mucho más formidable y con mucho mejores resultados que ninguna mafia ‘privada’ de la historia” (Ética de la Libertad, 1982).
Existe, no obstante, otra vertiente del pensamiento liberal democrático con una larga tradición, centrada en la defensa de la autonomía moral y en la limitación del poder estatal como estrategias para el buen gobierno. Se trata de un enfoque más vinculado a la filosofía política y al Derecho, concebido este último como instrumento de restricción del poder y garantía de los derechos humanos básicos. Es en esta tradición donde se ubican la mayoría de los autores contemporáneos del denominado constitucionalismo de los derechos, entendido como un modelo de organización política que complementa y desarrolla el constitucionalismo político del siglo XVIII, que no conoció las exigencias de los derechos sociales o las garantías judiciales de protección de los mismos.
No debe olvidarse en este punto, que el constitucionalismo liberal, al menos en su versión europea, nace con una fuerte desconfianza en el papel de los jueces y una exacerbada fe en el papel de la legislación. Las lecciones de los siglos posteriores y, especialmente, el trauma de dos guerras en el siglo XX, más la terrible experiencia de los regímenes nazi en Alemania y el fascismo en Italia, llevó a ajustes importantes respecto del modelo inicial. Uno de los autores que ha destacado como teórico de este nuevo modelo es Robert Alexy, jurista alemán cuya obra ha tenido una amplia recepción en América Latina, no solo por la claridad de su pensamiento, sino por el contexto cultural de expansión del razonamiento constitucional en la región.
Para Alexy, los derechos humanos son exigencias morales institucionalizadas mediante su reconocimiento constitucional. En tal sentido, dejan de ser meras proclamaciones sobre lo correcto o lo justo para convertirse en normas positivas que deben cumplirse como obligaciones asumidas por la sociedad y el Estado. Su garantía depende, en buena medida, de las políticas públicas que adopte cada Estado y, llegado el caso, de las decisiones de los tribunales nacionales e internacionales encargados de su protección. De este modo, para el liberalismo institucional, el Estado no solo es una instancia ineludible para el cumplimiento de los derechos, sino que la propia exigencia de su organización se convierte en un mandato constitucional. De acuerdo con Alexy, “la instancia común que ha de establecerse para el cumplimiento de los derechos humanos es el Estado. Por lo tanto, existe un derecho humano al Estado” (1998).
La tesis sobre la existencia de un derecho humano al Estado es sugerente, pero no está exenta de controversia. Luigi Ferrajoli, por ejemplo, ha sostenido que la idea de un derecho subjetivo al Estado confunde la función de los derechos con la de las garantías. Desde su perspectiva, “lo que existe es la estructura de garantías que el Estado debe adoptar para dar eficacia a los derechos fundamentales. Estas garantías no son derechos subjetivos, sino vínculos externos al poder” (Principia Iuris, t. II). Aun asumiendo esta precisión —pertinente y necesaria— subsiste una verdad no cuestionada: los derechos sin garantías se convierten en proclamas sin eco o, como suele afirmarse, en una suerte de poesía constitucional que no logra su cometido.
De ahí la relevancia del Estado. Si bien, para ser rigurosos con la tradición jurídica, no podemos hablar propiamente de un “derecho humano al Estado”, es evidente que el acceso igualitario a los derechos exige acciones estatales. La garantía de la igualdad, como escribe Ferrajoli, demanda políticas públicas no solo para el respeto de las diferencias y la diversidad, sino también para combatir desigualdades cada vez más exorbitantes, producto de la absurda pretensión de dejarlo todo en manos de la “mano invisible” del mercado.
Si hubiese que hablar de derechos en este ámbito, la exigencia ineludible debería dirigirse, en todo caso, hacia la obligación estatal de implementar políticas públicas en materia de derechos humanos. Los derechos de los niños y niñas, de las mujeres, de los pueblos indígenas, de los más pobres y de quienes no alcanzan las capacidades mínimas para acceder a un mercado laboral cada vez más segmentado y competitivo —en síntesis, los derechos de los más vulnerables— exigen políticas estatales como manifestación del mandato de solidaridad y del reconocimiento de la igual dignidad que corresponde a toda persona conforme a la Constitución.

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