La militarización injustificada

En los últimos años, el uso de la fuerza castrense ha aumentado en cantidad y frecuencia en la vida pública.

El régimen actual ha convertido la prórroga continua del estado de emergencia en un recurso político antes que en una estrategia de seguridad pública. Esta figura excepcional, concebida en el diseño constitucional para enfrentar situaciones de grave riesgo, se ha mantenido desde el 2022 sin que exista una mejora tangible en el combate a la criminalidad, que es la principal preocupación de los peruanos.

El resultado es un país donde el delito se expande sin resistencia efectiva. Mientras eso ocurre, el Gobierno privilegia un mecanismo que solo le permite sostenerse en el poder.

Desde el fujimorismo se construye nuevamente la idea de que la amenaza para la estabilidad nacional no proviene de la delincuencia organizada, sino de la ciudadanía movilizada. Tal distorsión convierte el estado de emergencia en una herramienta para restringir libertades.

El uso reiterado de esta facultad ejecutiva habilita ineludiblemente la participación de fuerzas militares y policiales en tareas que desbordan su propósito normativo.

Prueba de ello fue el inusitado despliegue militar registrado el viernes pasado a las afueras de diversas universidades de Lima, día en el que la generación Z había convocado una movilización. Se trata de un hecho que evocó momentos oscuros del siglo pasado en los que la vigilancia castrense era un componente que evidenciaban las dictaduras.

Todo ello se sostiene sobre un discurso que invoca el patriotismo como justificación, pero que, en la práctica, desatiende a quienes realmente requieren protección.

El país necesita recuperar la centralidad del Estado democrático y orientar sus esfuerzos hacia la protección de la población, no hacia su intimidación. Y ello podrá revertirse con el ejercicio consciente de la ciudadanía en los siguientes comicios del 2026.