La firma del Pacto Ético Electoral, en el contexto peruano, obliga a una lectura política más exigente. Solo 29 de las 38 organizaciones políticas inscritas decidieron suscribirlo.
Entre los firmantes figuran partidos que en procesos anteriores asumieron compromisos similares y luego actuaron en abierta contradicción con ellos, desconociendo resultados electorales. El problema, por tanto, no es solo quién firma, sino qué significa hoy la ética en la práctica política.
En ese sentido, vale la pena destacar que la ética democrática no surge en abstracto. Max Weber formuló su reflexión en 1919, en una Alemania derrotada tras la Primera Guerra Mundial y al borde del colapso institucional. Advertía que actuar únicamente desde principios absolutos, sin considerar las consecuencias sobre el orden político, podía destruir la democracia desde dentro. Para Weber, la eticidad política no es solo pureza, sino autocontención frente al daño que puede causarse a la comunidad.
Norberto Bobbio elaboró su pensamiento entre las décadas de 1940 y 1980, marcado por la experiencia del fascismo italiano y la reconstrucción democrática de la posguerra. Su énfasis estuvo en las reglas del juego: aceptar al adversario, respetar el procedimiento y reconocer el resultado electoral. Para Bobbio, estas no eran simples formalidades jurídicas, sino principios éticos mínimos sin los cuales la democracia es imposible, incluso si conserva elecciones periódicas.
Jürgen Habermas, desde la Alemania de posguerra, desarrolló su ética del discurso como respuesta a la herencia del nazismo y a la ruptura entre política y verdad. Sostuvo que la legitimidad democrática surge de un espacio público deliberativo basado en la veracidad, la reciprocidad y el reconocimiento del otro. En otras palabras, la desinformación y la deslegitimación del proceso electoral no son, desde esta perspectiva, simples estrategias políticas, sino quiebres éticos que lesionan a la ciudadanía como sujeto democrático.
Estos enfoques, nacidos de crisis históricas profundas, convergen en una misma advertencia: los pactos pueden existir sin eticidad real. Se firman documentos, pero no se internalizan límites. Por eso, el Pacto Ético Electoral no puede reducirse a un acuerdo entre partidos, menos aún cuando su adhesión es parcial y su historial contradictorio.
Su sentido más profundo debería ser convertir la ética democrática en una expectativa ciudadana. Sin ese anclaje cívico fundamental, los pactos seguirán siendo gestos formales. Porque, como enseña la historia que dio origen a la teoría democrática, sin eticidad compartida por una sociedad no hay procedimiento que sostenga la democracia.