Socióloga, con un máster en Gestión Pública, investigadora asociada de desco, activista feminista, ecologista y mamá.
El fallo de Indecopi contra el colegio Roosevelt es a todas luces un acto de censura. No hay fundamento alguno que muestre que los 21 libros censurados suponen un riesgo a la salud mental de adolescentes.
El fallo sostiene que el contenido sexual, de orientación e identidad de género diversos, de violencia física, así como de consumo de sustancias tóxicas puede afectarlos. Bajo esta lógica, casi toda la producción de Mario Vargas Llosa debiera ser retirada de las bibliotecas escolares. Impensable La Tía Julia y el Escribidor o Los Cuadernos de Don Rigoberto, pero incluso La Ciudad y Los Perros caería en esta merma, como pasó en los 60´s en la España franquista.
En una argumentación bastante enrevesada señalan que los padres debieran opinar sobre el acceso de sus hijas e hijos a estos títulos, a la vez que no habrían sido evaluados por un comité revisor en el colegio. No hay ninguna norma que establezca qué procedimiento usan los colegios privados para incorporar libros en sus bibliotecas, es evidente que si se adquirió una persona responsable en la entidad, profesional, tomó esa decisión.
Y sobre el rol de los padres, Indecopi juega con el miedo del “gran público” más que con una real preocupación de los padres del colegio sancionado que, dicho sea de paso, no son los promotores de la acción. Como ha señalado la institución educativa, los padres tienen acceso a los títulos disponibles en la biblioteca y pueden objetar que sus hijos e hijas tengan acceso, es decir sí hay un mecanismo para que ejerzan control sobre el tipo de información a su alcance, porque estos libros no están en el plan lector obligatorio.
Pero esto ya va quedando meridianamente claro.
Lo que me parece que ha sido dejado de lado en el debate es un hecho central para el Perú de hoy. La sanción la impone Indecopi en tanto “defensa del consumidor”. La educación, lejos de ser un derecho garantizado y regulado por el Estado peruano, se ha tornado una mercancía y, por tanto, su contenido, no es objeto de evaluación o fiscalización del Ministerio de Educación sino de un tribunal de Indecopi.
Si Indecopi sanciona a un colegio privado por pagos indebidos o por no devolución de la cuota de ingreso es una cosa, pero otra, totalmente diferente, es que ingrese a regular el tipo de información asequible. Sólo falta que decidan que las bibliotecas universitarias privadas no tengan El Capital porque promueve el comunismo ¿Cómo es posible que hayamos llegado a este extremo?
De la privatización a la mercantilización de la educación
La participación del sector privado en la educación no es algo nuevo, pero la lógica lucrativa y comercial ha ido creciendo en el tiempo. Desde los años 60, Fe y Alegría viene dando soporte a la educación pública. Primero con la construcción de unidades escolares públicas, luego con el trabajo de acompañamiento docente y de gestión educativa de calidad pública. Hoy, Fe y Alegría es quizá el mejor ejemplo de una alianza público privada con quienes buscan promover la educación pública. Lo hacen sin fines de lucro y por el contrario como ejercicio de responsabilidad con la sociedad, como aporte a la construcción de un país más justo y una ciudadanía consciente.
Pero también desde el siglo pasado tenemos entidades privadas que, sin fines de lucro, brindan educación privada. Colegios cuya personería jurídica es una asociación civil. Varios de ellos están en ADCA, Asociación de Colegios Privados de Asociaciones Culturales. Algunos asociados a comunidades migrantes, como el Franco Peruano, Humboldt, Raimondi o el Pestalozzi. En este paquete de colegios está el Roosevelt. Muchos de ellos con más de 60 años de experiencia educativa.
Pero desde 1993, con la Constitución del régimen de Fujimori, se permitió que los colegios, no sólo las universidades, fueran entidades con fines de lucro. Desde ese momento proliferaron colegios manejados por corporaciones, grupos económicos o promotores que ven la educación como un negocio. La constitución lo permite, pero más grave, la sociedad lo admite.
La transformación de la educación de un derecho a una mercancía ha permitido que el valor de cambio esté por encima del valor de uso. El Estado ha, prácticamente, abdicado en su rol rector. Estudios recientes, como el de Balarín, muestran la trampa de la educación privada de bajo costo y el retraso en el aprendizaje de las y los niños. Se confirman estafas educativas y el MINEDU no hace nada. La regulación se limita a temas muy básicos, de infraestructura y número de docentes. Claro, no es, pues un derecho, es una mercancía. No es un servicio esencial, es el mercado de la educación.
Siendo así, termina siendo hasta “lógico” que la entidad que regula el consumo intervenga y sancione a una entidad educativa por temas pedagógicos. Pero no lo es. El caso descrito muestra cómo sectores conservadores están a la caza de oportunidades para imponer desde el miedo la censura. La disfrazan de defensa de consumidores, cuando en el fondo es un intento más de imponer el oscurantismo en la sociedad.
Que sea Indecopi quien pretende regular, solapadamente, lo que leen o no adolescentes en el país debiera ser una alerta roja que nos lleve a una reacción desde la sociedad. La educación, su contenido y calidad, debe ser un asunto de política pública educativa y no un tema de consumidores en el mercado.
Estamos en un círculo vicioso. El incremento de oferta educativa privada de bajo costo, por supuesto con fines de lucro, en desmedro del crecimiento y mejora de la oferta educativa pública, ha terminado menguando lo que siempre fue un interés geniudo de la sociedad en su conjunto: la calidad de la educación pública y privada.

Socióloga, con un máster en Gestión Pública, investigadora asociada de desco, activista feminista, ecologista y mamá.