Abogado y Magister en derecho. Ha sido ministro de Relaciones Exteriores (2001- 2002) y de Justicia (2000- 2001). También presidente...

Explosiones sociales: bloqueos, paralizaciones y muertos, por Diego García-Sayán

La eliminación de la Oficina de Diálogo y Sostenibilidad desde 2014 ha generado desconfianza y violencia en las comunidades.

Todo lo que el Pacto Corrupto va dejando tras de sí. Son hechos sociales, con causas políticas.
Pero fuera de la coyuntura que deja el Pacto Corrupto, en el Perú los choques entre inversión minera y comunidades no son una anomalía ni los inventó el Pacto: son parte de las tensiones usuales. En cualquier caso, el desenlace suele depender de lo que el Estado y las empresas decidan ignorar.

Nos sobran diagnósticos cómodos y soluciones de papel. Por un lado, el discurso que condena el “extractivismo” como si fuera una peste sin cura, olvidando que el Perú ha sido, es y será un país minero. Por otro, la narrativa oficial que reduce la protesta a cuatro “antimineros” manipuladores, como si no hubiera razones legítimas para la indignación. Ambas posturas son funcionales al statu quo.

Incómoda realidad
La realidad es incómoda. Primero: si bien la minería tiene un historial duro en lo social y ambiental, negar los avances es ceguera voluntaria. Hoy existen operaciones con estándares que hace treinta años eran ciencia ficción, y empresas que realmente impulsan el desarrollo de la región donde operan y el desarrollo de la economía del Perú. En muchos casos no fue por buena voluntad: fue por presión ciudadana, por conciencia ambiental, por exigencias globales.

Segundo: la minería sigue siendo el corazón económico del país. El Perú es potencia mundial en oro, cobre, zinc, estaño y plata. Y lo es en niveles históricos. Ningún otro país latinoamericano concentra esa diversidad. Eso nos da margen frente a la obsolescencia. Somos —y seguiremos siendo— un país minero. Negarlo es infantil.

Tercero: los conflictos no son invento ni accidente. Sí, hay agitadores, sin duda. Pero su éxito depende de un terreno fértil: la ausencia del Estado. Allí germina la desconfianza, la rabia, la violencia.

El error ha sido creer que el Estado puede aparecer en el último acto, cuando todo está por estallar, y resolver un problema que ya ha crecido significativamente. Esa ausencia prolongada es el combustible del desastre. Como advirtió un directivo de la Sociedad Nacional de Minería, la falta de una política de articulación entre Estado, comunidades y empresas es el núcleo del problema. Y ese núcleo está podrido.

Omisiones que cuestan caro
Por eso es imperdonable que desde 2014 se haya desmantelado, de facto, la Oficina de Diálogo y Sostenibilidad de la PCM. Bajo Vladimiro Huaroc, ese espacio promovió una relación distinta entre empresas y comunidades. Su desaparición no fue casual: hubo quienes, en vez de fomentar el diálogo, aconsejaban “tirar arena en los ojos” a las comunidades.

Cuando existió, esa “oficinita” logró que varias empresas asumieran compromisos tempranos con el desarrollo local, antes de iniciar la explotación. Eso marcó una diferencia. No era burocracia: era política pública inteligente. El Estado como mediador activo, no como bombero tardío.

Las omisiones del Estado nos cuestan caro: vidas perdidas, violencia desatada, inversiones que ayudarían a reducir más la pobreza frustradas. No se trata de elegir entre inversión y derechos. Se trata de entender que, con un Estado presente, firme y transparente, ambos son perfectamente compatibles y, más aún, se generan mutuamente sinergias positivas.

Lo demás es repetir el mismo error, con más muertos, en los mismos pueblos. Y eso ya no es negligencia. Es complicidad.

Diego García Sayán

Atando cabos

Abogado y Magister en derecho. Ha sido ministro de Relaciones Exteriores (2001- 2002) y de Justicia (2000- 2001). También presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Fue Relator Especial de la ONU sobre Independencia de Jueces y Abogados hasta diciembre de 2022. Autor de varios libros sobre asuntos jurídicos y relaciones internacionales.