Hace unos días, en el chat familiar Berastaín, una de nuestras tías compartió un video que afirmaba que los hombres homosexuales lo son porque tuvieron una relación distante con su padre. Esa teoría no solo es falsa, sino que ha sido ampliamente desacreditada por la ciencia. No existe evidencia confiable que vincule la orientación sexual con ese tipo de experiencias familiares. Lo que sí está demostrado —una y otra vez— es que los prejuicios sociales, como los que ese video promueve, contribuyen directamente al sufrimiento, el aislamiento y el riesgo de suicidio en personas LGBTQ.
Cuando señalé que ese contenido era basura —por el daño que ha causado históricamente—, un primo se ofendió y escandalizó. Me acusó de ser irrespetuoso e intolerante con otras opiniones. Y lo que siguió fue un silencio casi total. Nadie intervino. Nadie defendió a las personas LGBTQ. Nadie dijo: “esto está mal”.
Por eso escribo esta carta. Porque lo que pasó en ese chat no es solo un conflicto de formas. Es el reflejo de algo mucho más profundo.
¿Saben cuántos familiares LGBTQ se han alejado, se han roto por dentro, o incluso han querido quitarse la vida por la homofobia dentro de esta misma familia? ¿Cuántos siguen en el clóset por miedo a los juicios, los chistes, los silencios? ¿Y en serio vamos a centrar la conversación en “me molestó que dijeras que ese video es basura”? ¿Ese es el enfoque que queremos priorizar?
Me parece que muchos no entienden la gravedad del pecado que han cometido —sí, pecado— al empujar a sus propios familiares LGBTQ a los márgenes. Y digo pecado con intención, porque hablamos mucho de moral, pero rara vez nos miramos al espejo.
Hay familiares nuestros que han intentado suicidarse. Y no tienen idea. Esa sí es una tragedia. Y mientras tanto, nadie —nadie— interviene para decir: “esto es homofobia y está mal”. Nadie defiende. Nadie acompaña. ¿Qué mensaje creen que eso emite?
Nos enfocamos en la “forma” —en que si dije “basura” o “porquería”— y no en el contenido del video ni en el daño que causa. Esa es una táctica para evadir la responsabilidad colectiva. Una forma de desviar la atención del problema real, y una forma en que el agresor se pueda ver como una víctima y no como victimario (o, en el caso de mi primo, que se pueda ver a sí mismo como autoridad moral sin examinar sus propios prejuicios).
Les digo algo con el corazón: no me gusta debatir. No busco pelear. Lo que me cuesta es callarme sabiendo que hay personas en esta misma familia que han vivido un aislamiento espiritual y personal tan profundo. Y cuando escuchan suposiciones ignorantes como las que se difunden —y el silencio cómplice que lo acompaña— el mensaje que reciben es: “mejor cállate, mejor escóndete, mejor ni existas”.
Y no puedo quedarme al margen sabiendo eso. No estoy aquí para convencer a nadie. Estoy aquí para decir: si alguien en esta familia se siente solo, rechazado, o espiritual y emocionalmente aislado por ser LGBTQ, que sepa que no está solo. Yo estoy aquí. Y no voy a dejar que el silencio sea lo que hable por mí.
Seguiré etiquetando cierta información como basura, porque lo es. Seguiré alzando la voz cuando vea algo que hiere. Y entiendo que eso incomode. Pero a mí me incomoda aún más la falta de empatía. La ceguera voluntaria. Y la paz que muchos sienten mientras otros luchamos por sobrevivir.
Con amor al prójimo… pero no al pecado del silencio.