Socióloga, con un máster en Gestión Pública, investigadora asociada de desco, activista feminista, ecologista y mamá.
La activista Javiera Arnillas ha estado en el centro de la atención mediática estos días. Ella es una mujer trans que respondió con firmeza al exconductor de televisión, Francisco de Piérola, quien buscó negar su identidad de género. En redes sociales, de Piérola le dijo: “Eres un hombre, Javier. Acéptate como eres”. La respuesta fue contundente: “Me besaste, me trataste como lo que soy: una mujer”.
Este intercambio despertó polémica y morbo, pero puede también ser una oportunidad para romper con prejuicios, tarea necesaria en este tiempo en el que la lógica patriarcal se impone desde el poder, legitimando el machismo y fomentando el odio.
Recordemos que la transfobia, junto a otras prácticas discriminatorias que se ejercen contra la comunidad LGTBIQ+, es un tipo de violencia; es parte de una ideología que promueve la exclusión, el desprecio y exalta el odio.
Los estudios feministas han mostrado hace ya varios años que la tradicional división sexual de la sociedad, entre lo masculino y lo femenino, trae serias consecuencias en las vidas de las mujeres, pero también en las de los hombres. Se ha construido una masculinidad cada vez más tóxica que necesita ponerse a prueba de manera permanente. Es casi como una carrera constante para probar que son “bien machitos”.
Desde una lógica patriarcal, machista, la atracción hacia una mujer trans –más aún, un beso– sería una prueba para cuestionar la virilidad de un hombre. Esta mirada sancionadora, que busca generar vergüenza, es absurda y se debe desmontar. Lo que se siente es atracción hacia una mujer, en este caso una trans y no una cisgénero, pero mujer. Justamente este hecho pone en evidencia la existencia de identidades de género no definidas por el sexo biológico.
Además de extremadamente agotador, este mandato de masculinidad a toda prueba genera tensiones y requiere espectacularidad cuando es cuestionado (Segato), pues lo importante es cómo te ven los otros –sobre todo hombres– más que cómo te sientes tú. El uso de la violencia, muchas veces, termina siendo la herramienta más rápida y segura para asegurar la honra.
Menos mal ha quedado claro que hay otras masculinidades posibles, en base a la construcción de una identidad desde la igualdad y no la superioridad, que respeta y no impone. La educación en base a la igualdad, desde la familia, la escuela y la sociedad, es fundamental.
Hace casi 10 años, el Tribunal Constitucional señaló con claridad que la transexualidad no es ni un trastorno ni una patología, y por tanto una persona puede solicitar el cambio de nombre y sexo en su documento de identidad, precisamente porque es la manera de ejercer un derecho esencial. Toda persona tiene derecho a definir su propia identidad de género, y los Estados tienen que buscar mecanismos que garanticen su ejercicio; así lo reconoció en 2017 la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
La Defensoría del Pueblo, en su informe 175 del 2016, analiza la situación de los derechos humanos de la comunidad LGTBI. Se señala con mucha claridad que hay una escala de discriminación y de vejación de derechos, estando la comunidad trans en el escalafón más bajo. Esto es así porque la identidad es un derecho bisagra, que permite el ejercicio de otros derechos, como el de la salud, la educación y el trabajo. No acceder al derecho a la identidad marginaliza a una comunidad que se ve forzada a vivir por fuera de la formalidad.
Reconocer la diversidad, partiendo por aceptar la diversidad de identidades, se torna un imperativo para el Estado, para poder implementar políticas garantistas. Nosotros como sociedad aún no hemos hecho lo necesario para asegurar un entorno libre de violencia para las personas trans. Por el contrario, hemos retrocedido en este quinquenio en lo que a reconocimiento de derechos se refiere. Mujeres y hombres trans, así como personas con identidades no binarias –que complejizan aún más esta materia, pero que merecen también un espacio en un debate serio en torno a una política pública sobre la identidad– siguen esperando que en nuestro país se respeten los derechos para todas las personas sin ningún tipo de discriminación.
En la película Todo sobre mi madre, uno de los personajes que más me gusta, La Grado, tiene un monólogo que cierra así: “Una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma”.
La manera más cruel de expresión de la transfobia, con el efecto más brutal, son los crímenes de odio. Los discursos que legitiman la violencia y promueven el odio hacia la comunidad trans lo que buscan es deshumanizar a sus miembros y, por tanto, normalizar la agresión, incluso el homicidio.
Al volverse narrativamente factores de inmoralidad, una especie de focos infecciosos que hay que erradicar, se justifica la violación de sus derechos, no solo el de la identidad, sino el de la integridad física y la propia vida.
Discursos como los que oímos, cada vez con mayor frecuencia, de parte de autoridades como congresistas y alcaldes que alientan la exclusión, pueden ser el germen, el detonante, de acciones violentas de grupos ya organizados que, con impunidad, se expresan en las calles. Necesitamos hacerles frente, desmontar sus falacias y construir una sociedad en la que la democracia no consista solo en asistir a las urnas cada cierto tiempo, sino en respetar y proteger a la ciudadanía en su conjunto, sin importar su clase social, su credo o su identidad.

Socióloga, con un máster en Gestión Pública, investigadora asociada de desco, activista feminista, ecologista y mamá.