Olvidamos que los cambios y las transformaciones se postulaban para acabar con la desarmonía estructural, origen último de la humillación de la condición humana. No se actuaba para entronizar la correlación pequeña de fuerza, fuente de la deformación de los medios y los fines.
Esta lucha entre ambición y filosofía, o la diferencia entre reyes timófilos y reyes filósofos que realizó Francisco Miró Quesada C., explica de otra manera el problema ante el que Miró Quesada se preguntó: “¿Qué hacer, mientras tanto, para que los Gobiernos sean cada vez más éticos; es decir, más humanos?”. Se contestó: “Nos parece que la historia vuelve a indicar el camino: debemos tratar de influenciar mediante el pensamiento escrito y hablado al mayor número posible de personas, para que la opinión pública exija un comportamiento ético de sus gobernantes”.
Weber trabaja sobre estas virtudes y defectos del hombre público. La pasión o ambición es una de las cualidades que valora; sin embargo, para Weber, la pasión no convierte a un hombre en político. Para serlo, esta tiene que estar al servicio de una causa, y la responsabilidad hacia esa causa se convierte en la estrella que orienta su acción.
Para esto —dice Weber— se necesita mesura, capacidad para dejar que la realidad actúe sobre uno sin perder el recogimiento y la tranquilidad; es decir, para guardar la distancia con los hombres y las cosas. No saber guardar distancias es uno de los pecados mortales de todo político y una de las cualidades cuyo olvido condenará a la impotencia.
Impotencia explicable en nuestros días, debido a la concepción que hace que los seres humanos se conviertan en objetos, no en sujetos; en cosas que hay que ganar doblegando por la fuerza o por la humillación de su dignidad. No se trata ya de educar para “doblegar” de verdad, sino de correlacionar a los hombres y a las cosas sin importar el precio.