El paradójico triunfo de Sendero Luminoso, por Daniel Encinas

No tengo la menor duda de que Perú se libró de un futuro atroz con la captura de Guzmán y que su muerte en prisión fue una victoria para el Estado de derecho que su organización terrorista buscó destruir.

El día que murió Abimael Guzmán, el líder de la organización terrorista Sendero Luminoso, recibí la llamada de un buen amigo con el que no conversaba desde hace meses. Nos pusimos al día y luego me dio la noticia con el deber de quien cumple en informar los últimos acontecimientos al compatriota que, aunque lejos (en mi caso, por estudios doctorales), sigue vinculado al país. Si bien han pasado casi tres años, recuerdo perfectamente su última frase: “derrotamos a Sendero, lo derrotamos totalmente”. Asentí de inmediato. Nos despedimos. Colgamos.

Pero la frase siguió rondando en mi cabeza. Desde entonces, hay mucho en nuestra conclusión de una derrota total que me incomoda. No tengo la menor duda de que Perú se libró de un futuro atroz con la captura de Guzmán y que su muerte en prisión fue una victoria para el Estado de derecho que su organización terrorista se esforzó por destruir. Al mismo tiempo, es indudable que perdimos irreparablemente en el camino a asegurar ese triunfo.

Pensemos si no en las miles de muertes y las atrocidades que se vivieron, de forma desigual, a lo largo del territorio.

Ahora bien, más allá de lo tangible, quiero destacar que Sendero Luminoso ha ganado en el campo de las ideas. Un triunfo inquietante que, paradójicamente, es impulsado por aquellos que dicen estar trabajando para prevenir su posible retorno. Me refiero a la persistencia del mito público de “Sendero ganador”, estudiado por Víctor Peralta hace 24 años. Esta narrativa sobredimensionó a la organización al proyectar una imagen exagerada de sus fortalezas y sugirió que su triunfo sobre el Estado peruano era inminente. Aunque el autor se enfocaba en los medios de prensa, estudios posteriores muestran cómo caló en algunos sectores sociales y empezó a generalizarse entre fines de los ochenta e inicios de los noventa.

No siempre fue así. En un inicio, la amenaza fue minimizada a tal punto que se hablaba, con una mezcla de paternalismo e incomprensión, de “Senderito Luminoso” en publicaciones periodísticas. Pero en un salto olímpico hacia la otra orilla, propio de un pensamiento binario que sigue sin entender la realidad que enfrenta, se terminó por magnificar las capacidades de los seguidores de Guzmán. En marzo de 1990, un general peruano afirmó: “Estamos perdiendo la guerra”. ¿La victoria militar de Sendero Luminoso estaba a la vuelta de la esquina?

Para nada. Como hoy tenemos claro, esa victoria nunca estuvo cerca de materializarse. Basta un breve repaso para comprender que Sendero era una organización muy precaria. No solo empezó su aventura independiente de otras fuerzas de izquierda con menos de 20 miembros, sino que, hacia 1990, increíblemente, solo contaba con alrededor de 2.700 personas.

Expliquemos esto. En la década de 1970, Sendero Luminoso enfrentó un camino cuesta arriba en el reclutamiento. En la cada vez más compleja sociedad ayacuchana, le resultaba difícil controlar a las organizaciones sociales, como sindicatos y frentes. Frente a ello, optó por crear versiones paralelas y más pequeñas, pero bajo su control, a las que llamó “organismos generados”. Aunque sus miembros eran pocos, estaban unidos por una fuerte cohesión ideológica. Por eso, Carlos Iván Degregori describió acertadamente a la organización como una suerte de “estrella enana”.

Sería engañoso no reconocer las importantes adhesiones que logró, sobre todo a partir de redes amicales y de parentesco. Sin embargo, la obediencia y el entusiasmo pronto encontraron un límite. Para 1983, ya se habían organizado las primeras rondas campesinas y el rechazo hacia los abusos inhumanos cometidos por la organización no dejó de crecer. En un contexto cada vez más adverso, marcado por la presión de las fuerzas del orden, el reclutamiento se entorpeció. La pretensión de ser un partido de élites dio paso a amenazas, coerción e improvisación, lo que también facilitó las infiltraciones. La cohesión ideológica del principio comenzó a hacerse trizas.

La precariedad también se refleja en la dificultad para financiar sus acciones y, consecuentemente, conseguir armamento. Como ha documentado extensamente el historiador Sebastián Chávez Wurm, Sendero contaba más combatientes que armas y, la mayoría de ellas eran rudimentarias, como machetes y lanzas, antes que armas de fuego. Por ejemplo, en 1991, durante el auge de su incursión en la capital, sus principales unidades en Lima solo tenían 26 fusiles y pistolas.

Otra debilidad de Sendero Luminoso fue su estructura dependiente, en exceso, del líder y su rigidez ideológica. Tras la captura de Guzmán en 1992, la organización quedó descabezada y se desmoronó, especialmente por su sorprendente viraje hacia un “acuerdo de paz” con el gobierno de Fujimori. Para ilustrar la fragilidad de estas características, es relevante mencionar que mi colega Aditi Malik y yo hemos entrevistado a maoístas de Nepal, quienes, al otro lado del mundo, decidieron moldear su estructura e ideología aprendiendo directamente de lo que, a todas luces, consideraban errores de la experiencia senderista.

Más importante aún, Sendero Luminoso no estaba ganando militarmente. Eso es lo que Guzmán quiso hacernos creer al proclamar que habían alcanzado el “equilibrio estratégico”. Sendero se expandió por el territorio debido a la fuerte presión militar que lo debilitaba en sus bastiones. Así, intensificaron sus acciones en Lima desde finales de los ochenta, utilizando el “teatro del terror”; es decir, llevando a cabo acciones espectaculares que causaban gran daño usando, sin piedad alguna, lo poco que tenían a la mano. Mientras que las metralletas y las armas, tanto largas como cortas, se contaban solo en decenas, o a lo sumo en cientos, los cartuchos de dinamita sí llegaban a las miles de unidades.

Lamentablemente, estas acciones también dinamitaron nuestras mentes. Prueba de ello es que el mito de “Sendero ganador” está vivo, reproduciéndose cada vez que en la opinión pública se atribuye la capacidad de influir en el curso de nuestras vidas a una organización que fue derrotada y repudiada hace décadas. Lo vemos cuando se justifica la represión contra protestas sociales, en críticas al sector educativo y el cine peruano independiente, y más recientemente, en la ley que prescribe delitos de lesa humanidad. ¿No dan cuenta sus impulsores de que, irónicamente, cumplen el sueño de Guzmán al proyectar una falsa imagen de omnipotencia que Sendero Luminoso nunca tuvo?

Quien con monstruos lucha, advirtió Friedrich Nietzsche, cuide de no convertirse a su vez en monstruo. Hago un llamado a reconocer las trampas ideológicas del pasado para no caer en distorsiones sobre nuestro presente. El verdadero desafío de hoy no es evitar el improbable regreso de Sendero Luminoso, sino liberarnos del mito de “Sendero ganador”, que exageró sus fortalezas y sigue siendo usado para justificar barbaridades.

Daniel Encinas

El laberinto

Politólogo y candidato a doctor por la Universidad de Northwestern (Chicago, Estados Unidos), donde también se desempeña como miembro del equipo de ciencia de datos. Actualmente, es coordinador general del proyecto Puente para la difusión de información académica a través de redes sociales