Anna es una joven ruso-alemana que no proviene de una familia acaudalada. No ha estudiado en una universidad prestigiosa. Tampoco tiene conexiones influyentes. Pero entiende perfectamente lo que tiene que hacer para infiltrarse en los círculos más selectos de Nueva York: fake it till you make it (o “finge hasta lograrlo”). Se hace pasar por la heredera de una gran fortuna y sabe cómo vestir, qué decir y hasta qué vino ordenar para que parezca que pertenece a ese mundo. Su objetivo es obtener un préstamo multimillonario para fundar un club privado de arte. Y está a punto de lograrlo, hasta que todo se desmorona.
En la historia que cuenta Inventing Anna, la serie de Netflix basada en la vida de Anna “Delvey” Sorokin, fingir trae consigo un sinnúmero de beneficios: fiestas privadas, viajes por el mundo, hoteles de lujo y amistades poderosas. Pero cuando la realidad sale a flote, termina pesando más que las apariencias. Anna es encarcelada, enjuiciada y sentenciada por varios delitos.
Algo similar ocurre en el Perú contemporáneo. La ley ha dejado de ser una promesa escrita que aspiramos a convertir en realidad. Ya no avanzamos hacia la concreción de la extensa lista de derechos que enumera nuestra Constitución, una de las más garantistas del mundo según el Constitute Project. Por el contrario, tras años de fingir que la legalidad importa, hemos terminado por debilitar el Estado de derecho. Hoy, la ley es una fachada para encubrir abusos, y el derecho, un arma al servicio de intereses egoístas y oscuros.
El último episodio que confirma esta realidad, detrás de las apariencias de legalidad, lo protagoniza la exfiscal de la Nación, Patricia Benavides. Es difícil olvidar que, entre otras acusaciones, fue separada del cargo por interferir en una investigación contra su propia hermana, la jueza superior Emma Benavides. Sin embargo, la nueva composición de la Junta Nacional de Justicia pretende restituirla mediante una resolución plagada de vicios. Peor aún, Benavides ha intentado retomar el cargo por la fuerza.
No debería sorprender. Desde hace un tiempo, los resultados electorales dejaron de ser aceptados sin reservas, y los perdedores empezaron a acudir a los tribunales para impugnar votos. La vacancia presidencial, un mecanismo extremo y excepcional de control político, se convirtió en algo cotidiano. La disolución del Congreso llegó al Tribunal Constitucional, que terminó validando una figura como la “negación fáctica” de la confianza a un gabinete.
La lista de hechos no se agota. Expresidentes y líderes políticos han estado bajo investigación —e incluso terminaron en prisión— por acusaciones de corrupción. Varios jueces se revelaron como “hermanitos” que negociaban sentencias por teléfono. Un presidente, Pedro Castillo, proclamó un golpe de Estado. Y los congresistas, día tras día, aprueban sin descaro leyes que favorecen sus intereses políticos y económicos o, peor aún, los de sectores ilegales de la economía.
En todos estos episodios, proliferan las interpretaciones legales a medida. Todavía hay abogados que hacen honor a su profesión, pero no faltan quienes siempre encuentran un argumento jurídico adaptado al interés de turno. La instrumentalización del derecho ya no es una anomalía. El abuso de la legalidad ya no se esconde tras bambalinas. Es la nueva normalidad del funcionamiento político del país. Y sucede a plena vista.
Por ejemplo, ¿realmente llama la atención que el Defensor del Pueblo, designado por este congreso y que presidió la Comisión Especial para elegir a la Junta Nacional de Justicia, salga públicamente a respaldar la reposición de Benavides? ¿O que el premier Arana diga que se debe “respetar y cumplir las disposiciones” para defender a esta polémica funcionaria? Hablan en términos legales, pero el interés político es inconfundible.
En inglés, hay una fórmula precisa para describir lo que estamos presenciando: la transición del Rule of Law (Estado de derecho) al Rule by Law (el mero imperio de la ley). Como indica Brian Tamanaha en On the Rule of Law, las autoridades abusivas e incluso autoritarias pueden gobernar a través de leyes, sin que estas representen un freno efectivo a su poder. En estos casos, la ley se reduce a una formalidad. Es un instrumento más que habilita, no contiene, sus acciones.
El Estado de derecho va más allá. Como mínimo, las leyes aplican a todos sin distinción, son ampliamente conocidas, pueden ser cumplidas y no cambian todo el tiempo. Las autoridades están sujetas a la ley y no actúan de forma arbitraria o discrecional por encima de ella. Hay separación de poderes que se controlan unos a otros. Hay un acceso igualitario a la justicia y la administración pública es rigurosa e imparcial.
Soy consciente de que un Estado de derecho pleno siempre ha sido una promesa inconclusa en la mayoría de países de América Latina. Una medición rigurosa, como la de V-Dem, coloca a la región en un punto intermedio entre los países del norte (Estados Unidos, Canadá y Europa Occidental) y el continente africano.
Hay países como Chile, Uruguay y Brasil que se acercan más a este ideal. Otros, como Cuba, Nicaragua o Venezuela, se alejan por completo. ¿Y Perú? Nuestro país está más cerca de Argentina en Sudamérica; Rumania en Europa; Zambia, Kenia y Nigeria en África; o Nepal y Malasia en Asia. Siempre viene bien un poco de ubicaína o, como decimos en la jerga académica, de perspectiva comparada.
Las razones detrás de este Estado de derecho, imperfecto e incompleto, son múltiples. Pero las desigualdades socioeconómicas y territoriales pesan con fuerza. Algunos ciudadanos no reciben el mismo trato ante la ley, tienen interacciones limitadas con la burocracia estatal o acceden a la justicia de forma desigual, dependiendo de quiénes son o del lugar donde viven.
Pensemos, por ejemplo, en la descripción que hace Edilberto Jiménez sobre los campesinos de Oreja de Perro, en el distrito de Chungui, Ayacucho. Para cualquier gestión administrativa, deben viajar durante días hasta llegar a Huamanga, porque su localidad es remota y la infraestructura vial está mal desarrollada. “Es más fácil para ellos acceder al mercado que acceder al Estado”, resume Jiménez en una frase.
Lo que vivimos hoy a nivel nacional es algo diferente. Desde la capital, Lima, se ha concretado una transición hacia un país regido por la pretensión de legalidad (Rule by Law y no Rule of Law). Ya nadie finge que el Estado de derecho es una realidad plena o una aspiración que se busca materializar. Más bien, se pretende que algo es legal solo para blindar a las autoridades de turno y defender intereses particulares.
Por eso enerva tanto escuchar a quienes repiten hoy, ante casos como el de Benavides, que “la ley debe respetarse”. ¿Se refieren a esta ley, tan evidentemente manipulada, que ha perdido todo significado? Las interpretaciones jurídicas antojadizas ya no engañan a nadie. Rechazarlas —por vías legales, dicho sea de paso— no es faltarle el respeto a la ley. Es salirle al frente a la farsa de legalidad a la que nos han sometido por años.
En este tipo de decisiones de alta importancia, ya no estamos en un Estado de derecho. Ni siquiera en uno deficiente. La legalidad es una fachada. Y se nota.
Politólogo y candidato a doctor por la Universidad de Northwestern (Chicago, Estados Unidos), donde también se desempeña como miembro del equipo de ciencia de datos. Actualmente, es coordinador general del proyecto Puente para la difusión de información académica a través de redes sociales