La división geopolítica del mundo entre los Estados Unidos y la Unión Soviética tuvo como plataforma un ‘equilibrio del terror’, tácitamente nuclear. Ello sostuvo el orden global de la Guerra Fría.
Pese a sustos, como la crisis de los misiles en Cuba (1962), ese orden impidió una tercera guerra termonuclear. Es decir, planetariamente superlativa. Sin embargo —o quizás por lo mismo—, la guerra clásica siguió dirimiendo conflictos entre potencias menores, con todos sus espantos y con apoyo visible o tácito de las potencias mayores. Paradigmática fue la larga y cruenta guerra de Vietnam.
Con la implosión de la Unión Soviética ese orden se acabó. Tras el soñador veranito del ‘fin de la historia’, el duopolio fue sustituido por una multipolaridad difusa y el club nuclear hoy tiene demasiados miembros (no todos registrados). Hoy se habla con desparpajo de ‘bombas nucleares tácticas’, mientras la tecnología produce armas equivalentes de alta letalidad y alcance. Como efectos paralelos, ya no hay disuasores creíbles que impidan el uso del arma total, las nuevas guerras afectan a las potencias nucleares y, de paso, liberan beligerancias en las potencias menores.
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Así, en el fragor de su “operación militar especial” contra Ucrania, el líder ruso, Vladimir Putin, se ha declarado dispuesto a emplear su panoplia nuclear y Volodimir Zelenski está pidiendo cupo en la OTAN. Según los expertos, esto implicaría una expansión indescifrable del conflicto. Además, si el próximo presidente de los Estados Unidos es Donald Trump y vuelve a coquetear con Putin, la OTAN dejaría de ser lo que era y Ucrania tendría que resignarse a una alternativa de espanto: ser el epicentro de una guerra con armas nucleares ruso-europeas o a una negociación con Rusia desde posiciones de suma debilidad. Esto es, perdiendo territorios.
En Israel, el solo conteo de víctimas indica que la guerra asimétrica en Gaza dejó de ser una acción de represalia de un Estado polarizado contra la organización terrorista Hamás. Aquí, la OTAN está fuera de juego (aún) y la ONU se limita a lo poco que puede: asistencialismo, recursos ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ) y acuerdos sobre tregua. En ese vacío de intermediación colectiva, Joe Biden se aleja de Netanyahu, precarizando la posición de Israel, y aumentan las señales de expansividad bélica regional, con actores como Irán, Siria, Líbano y Yemen. Rizando el rizo, también hay poder nuclear efectivo en este escenario.
En el Asia Mayor, el clima ominoso tiene a los habitantes de Taiwán con los nervios de punta. El efecto-demostración de la invasión rusa a Ucrania ya ha producido vistosos alistamientos militares de la República Popular China y de los Estados Unidos, unos para recuperar y otros para defender la isla. No sería prudente ignorar que en la vecindad de China está Corea del Norte, con un stock importante de armas y sistemas nucleares, que tiene sobre ascuas a Corea del Sur, Japón y Filipinas. Además, en cualquier mal momento puede endosarlos a Xi Jinping para su uso como reserva estratégica.
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En ese contexto luctuoso y quebradizo, los conflictos bélicos en África se mantienen comparativamente encapsulados y eso da una terrible tranquilidad a los proveedores de armas.
Aquí salta la interrogante sobre nuestra América Latina que, pese a la doctrina Monroe, sigue siendo una suerte de Europa sub-20: ¿puede seguir luciendo como una región excéntrica, en términos de guerra?
Basta una panorámica para concluir que el optimismo sería mal consejero, pues siguen firmes las dictaduras, abundan los ‘estallidos’, surge el sicariato como instrumento político, el narcotráfico ejerce su poder económico y decaen las democracias.
Haití ya ni siquiera existe como Estado viable. La dictadura cubana ya no puede alimentar a su población y el matrimonio Ortega reproduce en Nicaragua el todopoderío de la familia Somoza. La dictadura venezolana amenaza militarmente a Guyana, endureciendo una demanda histórica sobre la región del Esequibo. Una guerra focalizada permitiría a Nicolás Maduro eludir compromisos sobre elecciones limpias, poner fuera de la ley a todos los opositores y seguir ignorando el impacto de sus millones de emigrantes en los sistemas políticos de los países receptores. Por cierto, cualquiera diría que ignora la experiencia del general argentino Leopoldo Fortunato Galtieri con su Guerra de las Malvinas.
Aquello no es todo. En Brasil, hubo un conato de golpe de Estado para impedir que Lula llegara al poder. Este, por su parte, aún apoya a algunos dictadores de la región mientras postula a un asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU. En la mayoría de los otros países, la polarización política ha debilitado las democracias y, de arrastre, comprometido la seguridad ciudadana. El crimen organizado se ha transnacionalizado, con los narcos en la vanguardia, y tienta a los ciudadanos con el Estado carcelero del salvadoreño Nayib Bukele. Ecuador es un paradigma. Por otra parte, gobernantes ideologizados —algunos con base electoral minoritaria— practican una injerencia impune. Los presidentes de México y Colombia solidarizaron con Pedro Castillo, expresidente peruano autogolpista, y han desconocido a Dina Boluarte, su sucesora legal. El expresidente boliviano Evo Morales, tras fracasar su intromisión en Chile, apoyó “estallidos” secesionistas en el Perú, donde ahora es persona non grata. Su sucesor, Luis Arce, pese a un rotundo fallo desfavorable de la CIJ, vuelve a demandar territorio marítimo a Chile, sin antes reasumir relaciones diplomáticas y a sabiendas de que el tema alerta al Perú.
Suma y sigue. Argentina vuelve a levantar el tema de la soberanía sobre las islas Malvinas/Falkland, que ya le costó una guerra perdida y cuya proyección hacia la Antártica —que afecta a Chile— hoy se ve más clara que ayer. En paralelo, los presidentes Petro, de Colombia, y Milei, de Argentina, se insultan como si eso no gravitara en sus políticas bilaterales. A mayor abundamiento, la percepción de que Trump puede volver a la Casa Blanca es un tranquilizante para los dictadores y un incentivo para los belicosos. Entretanto, por la grieta geopolítica que dejaron los Estados Unidos en la región siguen entrando Rusia, China e Irán, incluso en el estratégico mercado de las armas.
Demasiadas potencias mayores en guerra y en pie de guerra, demasiadas armas de gran letalidad, demasiadas dictaduras que provocan, demasiadas polarizaciones que intranquilizan, demasiados criminales con vínculos políticos y demasiadas democracias que agonizan.
Son tiempos oscuros que el papa Francisco trató de exorcizar durante la Semana Santa, aludiendo a “la inútil locura de la guerra, que es siempre y para todos una sangrienta derrota”.
En el siglo pasado, por mucho menos, estallaron dos guerras mundiales.
José Rodríguez Elizondo. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.