Es extraño el caso de Dina Boluarte. Hace un mes tenía legitimidad y una trayectoria de izquierda. Podría haberse corrido al centro para administrar una transición consensual. Pero se dejó capturar por la derecha del Congreso y se ha dedicado a ejecutar sus planes más desbocados. Ahora está escondida, pero es responsable política de la matanza de estos días y no hay posibilidad de enderezar las cosas con ella como presidenta.
Otro caso que llama la atención es Alberto Otárola. Funcionario eficiente de Ollanta Humala, tenía fama de saber escuchar y anudar acuerdos. Pero se ha comprado la estrategia de los verdes y solo tiene en mente la represión. Se aferra al poder sin importarle el costo en vidas humanas de su estrategia. El otro día solo le faltó vivar a la muerte.
Por su parte, los uniformados parecen convencidos de los delirios de los almirantes congresistas. Disparan a matar porque piensan que están eliminando un cáncer que merece ser exterminado. Ese mal sería de origen externo y actuaría a través de malos peruanos. Creen que hay una alianza entre la economía ilegal y los gobiernos de izquierda latinoamericanos. Peor aún, como dijo Otárola, imaginan que estos planes antiperuanos son coordinados por Pedro Castillo desde su prisión. Una tontera que podría ser simplemente patética, pero que es mortal porque justifica la masacre en curso.
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La mayoría del Congreso es absurda. El mismo día perdonan al congresista violador y le dan confianza al gabinete masacrador. Por esto la gente los desprecia y carecen de legitimidad. Intentarán cambiar las reglas y al árbitro para garantizar el triunfo de la derecha pura y dura en las próximas elecciones. Son un peligro para la democracia y lo mejor sería que se vayan, lo cual solo puede lograrse a través de elecciones generales.
El Gobierno y el Congreso tienen un punto ciego. Ignoran el efecto que produce la represión y la arbitrariedad legal. La gente se enardece y la rabia se vuelve violencia. No es primera vez. Por el contrario, nuestra historia está llena de explosiones sociales como la de estos días. No necesitan buscar agitadores externos. No es Evo Morales ni agentes bolivianos. Son las balas y el abuso del Congreso. La cólera que han provocado no será fácil de encauzar.
El problema del país es que se han roto puentes. Nadie va a conversar con Boluarte y a la vez su Gobierno sostiene que no hay interlocutores válidos entre los manifestantes. Si no se pone al medio a otros actores, como las iglesias o los gobiernos regionales, esta situación va a estallar. En realidad, las revoluciones y también las contrarrevoluciones comienzan luego de que se produce una situación como la peruana actual. No hay diálogo y se busca abiertamente eliminar al otro. El desenlace se acerca o quizá ya ha comenzado y estamos en el disparadero.
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Entre las ideas de salida política se halla la propuesta de Francisco Sagasti, quien plantea una tregua. Bueno sería, el problema es la sustancia que la fundamente y permita avizorar un acuerdo. Esto solo se calma convocando a elecciones generales, que dirija las energías hacia la competencia electoral. Asimismo, implica la renuncia de Boluarte y un proceso judicial serio e imparcial por las muertes ocasionadas por su Gobierno.
Por último, a estas alturas es necesario preguntar por la Asamblea Constituyente. Mucha gente piensa que es una solución de fondo y, sin creerlo, pienso que lo mejor es consultar.
Hay en el país un sentido de urgencia, de última oportunidad.
O se toma el último tren de la sensatez o caeremos en el autoritarismo nacido de un baño de sangre. Lima aún no lo siente, pero aunque tarda siempre llega.
El quinto, ¡No matar!
Historiador, especializado en historia política contemporánea. Aficionado al tenis e hincha del Muni.