Como en uno de esos relatos claustrofóbicos de Edgar Allan Poe, los habitantes del Perú vemos cada día cómo nos van encerrando en un espacio irrespirable (literal y figuradamente). En una jornada sin nada particular, la fiscal de la Nación retira a fiscales en el caso ‘Cuellos Blancos’, en aras de un “buen clima laboral”, justo cuando estaban por hacer la acusación respectiva. ‘Los Niños’ de Acción Popular plantean una ley para destituir a jueces. Y por si alguien pensaba huir mentalmente de esa atmósfera asfixiante, la congresista Tudela, con el apoyo de sus colegas Patricia Chirinos y Alejandro Cavero, propone mochar los subsidios al cine peruano, creando una ‘ventanilla única’ en Promperú.
Se podrían citar muchos ejemplos más, pero sería reiterativo. Lo evidente es que se trata de capturar no solo el Estado de derecho, sino las propias mentes de la ciudadanía. Con la finalidad de que progresivamente se concentre el poder en manos de unos grupos autoritarios y retrógrados, para quienes la palabra cultura suena tan alarmante como lo era para Goebbels. La extrema derecha no está sola en este proyecto, por lo demás. La extrema izquierda de Cerrón les sigue el paso de ganso, con la esperanza alucinada de que, el día de las elecciones presidenciales, van a colocar a un Castillo recargado. Lo peor es que podría funcionar el plan.
El resultado de esta demolición de lo trabajosamente construido en lo que va del siglo es que la mayoría de jóvenes hace planes para irse del país, sin contar los miles que ya lo hicieron. Y los viejos, como dice Serrat en la canción Pueblo blanco, sueñan morirse al sol. Pero esto los deja impertérritos, pues, pese a la masiva desaprobación popular, las balas y los muertos han cumplido su cometido de sofocar las protestas.
Lo acaba de recordar, sin asomo de arrepentimiento, el premier Otárola en el cónclave minero de Arequipa. Los aplausos no fueron protocolares sino entusiastas y ciegos. Aunque hoy no se sienta el clamor, si se pega el oído a la tierra, como en las viejas películas de vaqueros, se puede percibir un tumulto a lo lejos. Pero, como sabían los antiguos griegos, los dioses ciegan a quienes quieren perder. Así murió Áyax, pretendiendo quedarse con las armas destinadas a Ulises. Esa es la noción de hubris, el exceso que el Olimpo invariablemente castigaba. Le cae como anillo al dedo a los abusos que, en el Perú, hoy son el pan de cada día.