Por José Luis Garguverich
Cuidado con confundir el respaldo que todos hacemos a la educación como motor de desarrollo, con el desprecio soterrado que algunos sienten por el rol que juega la escuela pública en esa reforma. La escuela pública, el instituto público, la universidad pública son los agentes claves de la garantía de un derecho que es para todas y todos, que exige entramar la calidad con la equidad. No porque la educación privada no coadyuve a ese derecho, sino porque el Estado jamás podría renunciar a este mandato, ni ética ni políticamente, aun si “en números” no le pareciera rentable a la nación invertir el todo porque los más desfavorecidos logren, por justicia, acceder a ella.
El gobierno, a través del ministro de Educación de turno, ha impulsado una campaña sostenida contra la escuela pública, contra las instituciones que desde el Estado la sostienen, contra la comunidad educativa que contribuye a sus resultados, y lo más penoso de todo, contra las personas que aprenden, contra las mujeres, contra los niños y las niñas.
Se siente amenazado por consejeros que se enfrentan y se pronuncian con independencia: los desprestigia y los reemplaza; banaliza las evidencias que los estudios especializados y las consultorías de expertos logran en materia educativa; menosprecia a los equipos técnicos del Ministerio y no entiende por qué se necesita tanta burocracia; acusa a la SUNEDU de hacerle la vida a cuadritos a las universidades y reconforma a su criterio el Consejo Directivo de una entidad que sólo tiene sentido si se garantiza su autonomía; compara con animales a las mujeres que ejercen su derecho a la protesta pacífica con sus hijos a la espalda, atiza a las fuerzas del orden a apresarlas; y descalifica a los maestros y a los niños porque no sólo no logran aprender, sino que propone que la mejor evidencia de que no aprenden porque no quieren, es que les ofrecerá S/.100 mil soles a los que ganen un Concurso de Lectura a nivel nacional.
El desprecio a estos niños, sus maestros y sus madres tiene un cariz de racismo y de exclusión: eso es obvio. No se le ha comparado con animales a las mujeres aimaras por una impulsiva coincidencia sino por una clara intención deshumanizante. No se ha enfocado su incentivo económico sino en las escuelas menos privilegiadas, aquellas donde los estudiantes mayoritariamente no comprenden lo que leen. En lugar de tomar responsabilidad en la reforma de un sistema roto, le adjudica el mérito de aprender a “la natural competitividad” de quienes sufren la peor educación.
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Y esta amenaza se muestra más riesgosa para el país no por la permanencia de un Ministro (o del siguiente), sino por la política pública que el gobierno nos encaleta detrás de esos ataques. Los golpes se van dando con siniestra melodía, llevan un compás que estamos a tiempo de cortar si no queremos retroceder reformas que nos costaron 15 años o más.
El objetivo es retorcer con la suela del zapato la reputación de un sistema fracturado por la propia maquinaria estatal, que nos convenzamos todos que no hay remedio, que la corrupción ganó la batalla, que el burócrata es un parásito que vive de lo público, que el sobredimensionamiento y el ocio de quienes trabajan por la educación se ha llevado todos los recursos, que los niños no tienen que recuperar aprendizajes luego de estos 3 años de restricción pandémica porque -¿saben qué?- no se puede recuperar lo que nunca se logró, es decir, el sistema nunca los hizo aprender en primer lugar, y el único aliciente que los haría aprender es ponerles 100 mil soles sobre la mesa.
Y cuando ello ocurra, algunos muchos habrán probado un “punto”: que la escuela pública no hizo nada por la educación, que es momento de pensar en otro modelo más efectivo y rentable.
No es tan difícil de leer a dónde nos lleva esta historia:
No quedará nada de la Reforma Universitaria si ni siquiera somos capaces de defender la institucionalidad y la autonomía del supervisor de la calidad mínima. Ni siquiera podremos pasar a hablar de incentivos y de acreditación para las universidades, ni menos aun del aseguramiento de la calidad de los institutos tecnológicos y pedagógicos.
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No quedará nada de la Reforma Magisterial si queremos regresar al modelo del Estado que promete capacitaciones a nivel nacional y no que exige un equilibrio de meritocracia, evaluación y estímulo, pero sobre todo revalorización del maestro.
No quedará nada de la Reforma del Currículo, si volvemos a la santificación del Curso y la memorización por encima del enfoque de competencias, si negamos la escuela como escenario de formación y acción ciudadana, si negamos su naturaleza intercultural, si relativizamos el valor del debate en democracia y si negamos la igualdad de género.
Y abrazando estas contrarreformas, la promesa perversa de los 100 mil soles al niño o niña que demuestre comprender lo que lee, termina de caricaturizar la narrativa de desprecio con la que se nos quiere contar ahora la situación de la educación. Y basta.
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Es cierto lo que decía Gonzalo Portocarrero: “el Perú nunca se imaginó a sí mismo como una comunidad de iguales”. Pero la Educación debería ser lo que permita que esas comunidades, en cada escuela, se reconstruyan, se reencuentren, se permitan sanar. ¿Puede la educación burlar esta oleada de desprecio, y lograr ese cometido? ¿Podemos involucrarnos todos en esa misión y dejar que ese sea el gran movilizador de la nación?
Porque así como pasa en el terreno de las ciencias políticas, cuando los ciudadanos nos distanciamos de los asuntos públicos, la política y la antipolítica se enfrentan siempre en la voz de quienes gobiernan, en sus discursos populistas, en sus gritos confrontacionales. Platón decía: “El precio de desentenderse de la política es el ser gobernado por los peores hombres”. No nos desentendamos de la educación o la escuela pública será gobernada por los peores. No dejemos que la anti-educación saque del tablero a nuestros hijos.