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Opinión

La verdad de la guerra, por Ramiro Escobar

“Porque la guerra es así: está llena de crueldad, de masacres en el hoy y de tenebrosos cementerios posteriores. Perpetúa el odio, lo mete en el alma. Por eso hay que evitarla”.

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Las protestas contra la guerra son cada vez más potentes. Foto: archivo agencias

Hacia el año 2001, en el marco del esperado fin de la Guerra de los Balcanes (en ese momento aún continuaba en Serbia), visité un cementerio de guerra en la ciudad croata de Vukovar, que en el fragor de ese orate enfrentamiento fratricida había sufrido un asedio de 87 días por parte de las fuerzas serbias, antes de caer. Era un campo verde pero sombrío, lleno de muchas cruces blancas.

Como en una película de horror, cientos de cuervos revoloteaban sobre las cabezas de señoras vestidas de negro que dejaban flores en las tumbas. Cerca había varias pintas en las paredes; en una de ellas, figuraba el nombre de alguien y abajo decía ‘hrvatski branitelj’ (‘defensor croata’). En estos días de creciente espanto por la invasión a Ucrania esa imagen ha sacudido mi memoria.

También otras, que presencié en Sarajevo, los territorios ocupados palestinos y el Sahara Occidental, todo lo cual me convenció hace años de algo fundamental: cuando se habla o debate sobre una guerra, lo primero –lo esencial– es pensar en las víctimas que hay o que vendrán. La geopolítica, el análisis jurídico, o incluso el militar, hay que mirarlo desde ese frente.

Por eso resulta sorprendente que hoy, cuando la violencia armada arrecia e incluso se asoma lo nuclear, se gaste demasiado tiempo en hacer balances sobre guerras pasadas u otros quiebres del Derecho Internacional. Casi para ver quién es el más malo de la actual película de terror. O para que ciertas declaraciones encajen dentro del aparato ideológico al que nos aferramos febrilmente.

Sin duda la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) no tiene un buen currículum. Bombardeó la ex Yugoslavia de marzo a junio de 1999, durante la Guerra de Kosovo y sin autorización del Consejo de Seguridad de la ONU, lo que causó numerosas víctimas civiles. Tampoco cumplió promesas verbales hechas a la URSS para no integrar más miembros.

Esto último ocurrió a comienzos de los 90, cuando la gran potencia de entonces se disolvía y Gorbachov mostraba un músculo soviético flácido al mundo. Ese, por ejemplo, es uno de los nudos previos al estallido actual. Pero recordarlo hoy no tendría por qué servir para matizar la actual deriva autoritaria del presidente Putin, que tiene su propia lógica imperial y tiránica.

Escapar a la trampa binaria de la historia también incluye no olvidar la ocupación ilegal de Palestina por parte de Israel o la brutal Guerra de Yemen, donde según Amnistía Internacional desde el 2019 han perdido la vida 233 mil yemeníes, por los combates o el desastre humanitario. O la de Siria, ahora ya casi ganada por Bachar el Asad luego de más de 300 mil muertos.

Solo que el hacer memoria de esa barbarie no tiene por qué asomarnos a la simplificación, a las explicaciones nebulosas, o a no llamar “invasión” a la aplastante incursión militar del ejército ruso. O a desconocer los crímenes cometidos hasta este momento. ¿De qué le sirve a una madre ucraniana escondida con sus niños en un refugio saber que hay otros escenarios también crueles?

Porque la guerra es así: está llena de crueldad, de masacres en el hoy y de tenebrosos cementerios posteriores. Perpetúa el odio, lo mete en el alma. Por eso hay que evitarla. Y en el caso de Ucrania, el gran problema es que el país atacante y desafiante tiene armas nucleares y las ha esgrimido, de modo que ya no se está jugando solo con fuego sino, también, con uranio.

Al cierre de esta columna, se informa que Rusia y Ucrania han acordado abrir un corredor humanitario para permitir la salida de civiles y que solo en ese lapso cesarán las hostilidades. Para luego continuar. Esa es otra verdad de la guerra: un acto limitado, poco generoso, aparece como notable, cuando en el fondo no cierra las compuertas de lo siniestro e imprevisible.