Como nadie le paga por jugar fútbol, tocar guitarra o ir al cine se dedica a la ciencia política. Es...
Hace unos días presenté el nuevo libro de la historiadora Natalia Sobrevilla --Los años de Ramón Castilla (IEP, 2025)--, y en la conversación reapareció algo que suele emerger cuando hablamos del siglo XIX: su estridente actualidad. El habitante del siglo XXI se siente en casa en el XIX. Se respira un aire de familia que no circula cuando se husmea en el XX. Como es obvio, la historia no se repite, ni hay fenómenos idénticos separados por décadas o siglos. Pero, como establece el lugar común, la historia rima.
Ahora, ¿cuánto rima? Ahí vale la pena tomarlo por partes y cucharadas.
Comencemos por las afinidades. La más evidente entre nuestra época y el XIX radica en una política que aparece como una mescolanza de desorden, pillaje, fragmentación y regida por un caudillismo siempre a punto de mutar en transfuguismo y traición.
El desorden principal proviene de una legalidad que muy raramente consigue restringir a nuestros ambiciosos políticos y que también fracasa en regular las relaciones sociales sobre el territorio. O sea, como hoy. A Ramón Castilla, repite Sobrevilla varias veces, le interesaba mucho menos los valores o propósitos de una constitución, que conseguir una que le permitiese cumplir sus deseos. Quiere estar legitimado por una constitución, pero no restringido por ella.
Como Dina y los políticos actuales. Con la misma avidez y descaro, los defensores de la constitución de 1993 la alteran y violan al ritmo de sus intereses más pequeños y coyunturales. Al igual que en el XIX, que los líderes se hagan llamar liberales o conservadores determina muy poco su comportamiento. Como aseguraba el coronel Aureliano Buendía, la única diferencia entre liberales y conservadores, es que aquellos van a misa de cinco y estos a la de ocho. Y, sin embargo, la lucha por la renta en manos del Estado es sin cuartel.
En cualquier caso, ni la ley ni las creencias limitan a los políticos y, por tanto, bloquean todo tipo de previsibilidad en el país. En última instancia, tanto en el XIX como en nuestros días, la política y el Estado termina siendo asunto de engolados portapliegos, por la chauchilla adulante. Ni Gustavo Adrianzén, ni Morgan Quero, por dar dos nombres evidentes, hubieran sorprendido a González Prada.
Y luego está la incapacidad de la ley para imponerse sobre la sociedad en todo el territorio. En el XIX esto tiene que ver con áreas enormes en manos de terratenientes, con localidades regidas por caudillos o caciques locales con sus propias armas y regulaciones, e incluso con espacios atravesados de bandoleros –los “hombres de caminos” de Miguel Gutiérrez.
En el XIX esto se debía principalmente a la inexistencia del Estado; en el siglo XXI lo tenemos más por la atrofia segmentada del Estado. Me explico: hoy el Estado no es materialmente inexistente en las periferias del país y, sin embargo, fracasa en imponer la ley (algunas veces por incapaz, otras por complicidad con la ilegalidad).
Ilustremos el punto con el caso de la provincia de Pataz, en La Libertad. En Pataz hay escuelas, hospitales, agencia del banco de la nación, entre otras dependencias estatales. No se trata de un Estado ausente como en el siglo XIX. Y, sin embargo, la ley no regula las actividades sociales y económicas en dicha provincia. Se asesina, se secuestra, se extorsiona. Nadie, ni la minera formal, ni los mineros artesanales, ni la criminalidad asociada a la minería vive restringida por la ley pública. Si caemos en la cuenta de que este fenómeno se multiplica en diversos territorios y en múltiples actividades económicas, tiene sentido considerar que poco a poco transitamos de la informalidad a la para-legalidad (Danilo Martuccelli).
Y esto lleva a una sumatoria de fraccionamientos. Racimos de órdenes. Cada uno con sus convenciones, arreglos, imposiciones. Un viaje hacia el XIX. En el siglo XX resultaba mucho más fácil identificar un centro, un nodo geográfico, político, económico. Probablemente la centralidad de las Fuerzas Armadas en el proceso político –hasta el gobierno de Fujimori-- ayudó a coagular un territorio con tendencia a astillarse. Hoy parece haber recuperado esa vocación. Se acumulan manifestaciones materiales, simbólicas, institucionales, de descentramiento. Y, por cierto, como en el XIX, el deterioro político y económico general puede convivir perfectamente con exitosas actividades económicas, sobre todo extractivas.
En síntesis, el parecido fundamental con el XIX está en nuestro caótico mundo político-institucional donde ni los caudillos y sus facciones, ni los actores económicos y sociales, ni vastas porciones del territorio son efectivamente constreñidas por la ley. Lo paradójico es que en el XIX esto es producto de un Estado que está en construcción; en el siglo XXI se deriva de su deliberada destrucción. De hecho, el desorden no proviene de la ausencia de ley, sino de su manipulación arbitraria: la ley en tanto ganzúa para promover a los míos y como chaveta para arruinar a los adversarios. Ley sin legalidad. Que solo puede sembrar disputa y desorden.
Entonces, hasta aquí lo que rima a primera vista.
Sin embargo, el siglo XIX no fue solamente eso. Fue también un vivero de proyectos políticos, intelectuales, artísticos, obsesionados con dar forma a la nación, al Estado, a la sociedad civil, a la administración pública. A pesar de la bancarrota política y económica, había una vitalidad moral.
Es lo que Carmen McEvoy ha defendido en varios de sus trabajos sobre el republicanismo en el Perú decimonónico. Su fortaleza radica menos en su capacidad de imponer una hegemonía duradera, que en la obstinación de reaparecer buscando ese sustrato común que haga viable la construcción de un país más cohesionado. Ambición que adquiere su relevancia mayor con la creación del Partido Civil y su experimento de “República práctica”.
O pensemos en términos económicos. Aparecieron proyectos que muchas veces pasan desapercibidos debajo del despelote político. Por poner otro ejemplo clásico, las investigaciones de Paul Gootenberg mostraron que en el siglo XIX hubo un conjunto de hombres públicos con trabajos e iniciativas que aparecían como una suerte de “desarrollismo” avant la lettre, que priorizaba aspectos como la construcción de mercados internos o la diversificación de las exportaciones.
En la plástica, Natalia Majluf ha mostrado que la pintura de Francisco Laso fue clave para construir una idea de nación en el XIX peruano, al ser este artista el primero en elevar al “indio” a la categoría de símbolo de la nación e iniciando una tradición cultural y pictórica que pone de relieve la explotación y postración del “indio”, la cual germinará luego en distintas versiones del indigenismo.
Y si hasta aquí he aludido a elites imaginando un país alternativo al de la degradación política, también hubo expresiones populares abocadas a algo similar. Las comunidades de Áncash que estudió Mark Thurner adoptaron y adaptaron las lecturas republicanas a sus propios términos e intereses. Iñigo García Bryce, por su parte, ha resaltado la aparición de un “liberalismo artesano” que aglutinaba no solo a los artesanos de Lima sino que los acercaba a otros sectores laborales produciendo unas primeras solidaridades de clase. Y a esto, desde luego, podríamos agregar, entre muchos otros ejemplos, el liberalismo altoandino y cosmopolita de Juan Bustamante y la fatídica rebelión de Huancané, o las tropas de Cáceres ante la invasión chilena, que estudió de manera pionera Nelson Manrique, subrayando la presencia de un nacionalismo “por abajo”. Finalmente, más allá de la ciudadanía en tanto organización, diversas investigaciones han mostrado que la participación y el ejercicio del voto fueron mucho más extendidas en el siglo XIX que en el XX (sobre esto los trabajos de Gabriella Chiaramonti o Alicia del Águila, por ejemplo).
Entonces, dos ideas para terminar. Primero, una referida al XIX: en ese siglo ingobernable y conflictivo hubo más que desgobierno y disputa. De muchas maneras y en muchos registros, se tramaron y ejecutaron resistencias creativas a la arbitrariedad y apuestas generosas por superar la pobreza, la fragmentación, la injusticia.
Entonces me pregunto respecto de este segundo punto ¿riman el siglo XIX y el nuestro? No lo sé. Como es evidente, toda aquella vitalidad político-intelectual del XIX solo ha podido ser detectada y restituida luego de mucho tiempo. ¿El desgobierno del siglo XXI viene acompañado de alguna creatividad político-intelectual que busque imaginar una trayectoria alternativa a la actual?
La pregunta no solo adquiere relevancia al contrastarnos con el XIX. Incluso a fin de los años ochenta del siglo pasado, en medio de la peor crisis, había revistas, proyectos, plataformas, sueños, desde todos los espacios ideológicos. La crisis no cauterizó la imprudencia político-intelectual, había una vitalidad tremenda.
Quizás los chicos de la generación Z esconden la semilla de algo valioso que germinará en el futuro. Después de todo, siempre es un lujo interactuar con los estudiantes de las universidades públicas en las regiones del país. O tal vez los bolsones de periodismo valiente e inteligente que queda diseminado en internet, medios locales o tradicionales contiene la posibilidad de la regeneración de una esfera pública colapsada.
Ojalá los historiadores del futuro encuentren que, como en el XIX, debajo de un sistema marcado por el saqueo y la agresión corrían unos ríos subterráneos de dignidad e inteligencia. Sería triste, de otro modo, concluir que si al siglo XIX nos acercaba el desorden político, lo que nos alejaba era la ausencia de proyectos que vengan a probar que la nación aún tiene pulso.

Como nadie le paga por jugar fútbol, tocar guitarra o ir al cine se dedica a la ciencia política. Es profesor en la Universidad del Pacífico. Ha publicado una decena de libros entre propios y editados. Su libro más reciente es Repúblicas Defraudadas: ¿Puede América Latina escapar de su atasco? (Crítica, 2023). También ha publicado el libro infantil Otta la gaviota que tenía… ¡vértigo! (Planeta junior, 2022).