Opinión

Papa Francisco: “¿Qué pasa en el Perú para que cuando uno deja de ser presidente lo metan preso?”

Rosa María Palacios, recordando una frase del papa argentino, explica por qué el Perú acumula expresidentes presos y cómo “el martirologio” y la popularidad de líderes como Vizcarra y Castillo se han convertido en combustibles políticos que redefinen el poder.

Rosa María Palacios recordó la visita del pontífice latinoamericano al Perú y su impresión por la realidad política del país.
Rosa María Palacios recordó la visita del pontífice latinoamericano al Perú y su impresión por la realidad política del país. | Composición LR | Jazmin Ceras

En su columna dominical, Rosa María Palacios vuelve sobre uno de los rasgos más peculiares —y persistentes— de la política peruana: la sucesión de expresidentes investigados, condenados o encarcelados. Pero esta vez añade un matiz fundamental: la prisión no solo es un desenlace judicial, sino también un combustible político que diversos líderes y partidos han aprendido a usar.

Palacios arranca recordando que el Perú es un caso singular. Cuando preguntó a una inteligencia artificial qué país tenía más exmandatarios presos, obtuvo una respuesta reveladora: “el Perú destacaba por tener cuatro presidentes condenados en simultáneo”. Y al ampliar el foco, señala que desde el año 2000, 78 países han detenido o procesado a jefes de Estado tras dejar el cargo, lo que evidencia una tendencia global de menor tolerancia a la impunidad.

Aun así, persiste la pregunta más desconcertante, expresada por el papa Francisco en 2018: “¿Qué pasa en el Perú para que cuando uno deja de ser presidente lo metan preso?”. Esa duda, dice Palacios, es compartida por extranjeros que ven el caso peruano con una mezcla de envidia (“al menos ustedes los mandan a prisión”) y sospecha (“¿no será un sistema de venganzas cruzadas?”).

La columnista explica que las diferencias entre los casos son profundas: algunos expresidentes fueron juzgados en el sistema ordinario, otros en la Corte Suprema; unos enfrentan delitos de corrupción y otros —solo Alberto Fujimori— crímenes de sangre. También recalca las divergencias en las penas recientes: mientras a Martín Vizcarra lo condenaron a 14 años por cohecho, Pedro Castillo recibió 11 por su intento de golpe de Estado. Dos decisiones que responden, afirma, a “conductas muy diferentes en el juzgador”.

Sin embargo, la lectura política es la que atraviesa la columna con más fuerza. Palacios identifica los combustibles que hoy alimentan el fenómeno de los “presidentes presidiarios”:

  1. La popularidad, que convierte la prisión en plataforma.
    “Vizcarra y Castillo son tremendamente populares”, recuerda, a diferencia de Toledo y Humala, ya olvidados por el electorado.
  2. El martirologio, narrativa ya probada por el fujimorismo.
    “Si alguien pudo demostrar que la cárcel no mata políticamente en el Perú es Alberto Fujimori”. Su caso inauguró un tipo de victimización política que hoy se expande: “El martirologio recién empieza para Castillo y Vizcarra”.
  3. La validación institucional de indultos, que vuelve la prisión una etapa reversible.
    El indulto a Fujimori, “irregular, pero validado por el TC”, abrió “una avenida de indultos” para crímenes sin sangre, generando expectativas políticas para otros sentenciados.
  4. La instrumentalización partidaria de las condenas.
    “La heredera de Fujimori demostró que estas sentencias… pueden convertirse en agenda de punto único para un partido político”.
  5. El contraste entre justicia y política, que alimenta la indignación social.
    Mientras el Poder Judicial “mal que bien… juzga de acuerdo con la ley”, el Congreso actúa bajo lógica de revancha: “En el Parlamento se ejecuta al enemigo y se le regala impunidad al amigo”.

Estos factores, combinados, producen una paradoja: en el Perú, la prisión no necesariamente extingue carreras políticas; a veces las potencia. Por eso, Palacios advierte que las sentencias de esta semana —a Castillo y Vizcarra— son solo un capítulo más en un ciclo que seguirá marcando la vida pública. Y sus efectos, concluye, “son impredecibles”.