Ha transcurrido apenas un mes desde que José Jerí fue investido como presidente de la República, tras la defenestración de Dina Boluarte por la coalición parlamentaria que hoy ejerce el poder real. Sin embargo, la atmósfera del país permanece inalterada.
Según el Sistema Informático Nacional de Defunciones (Sinadef), en el primer mes del actual Gobierno se registraron 129 homicidios a nivel nacional, 55 de ellos en la capital. A la par, las denuncias por extorsión ya superan las 30.000 en lo que va del año, con incrementos de casi 50% en Lima Metropolitana y el Callao.
La criminalidad, lejos de ceder, persiste incluso bajo el amparo de un enésimo estado de emergencia, prorrogado.
Jerí ha optado por la escenografía del control antes que por la construcción de una estrategia de seguridad. En las últimas semanas se han multiplicado las imágenes de operativos, los discursos de “mano dura”, tratando de evocar la retórica de Nayib Bukele en El Salvador. Pero la estética jamás sustituirá la realidad.
Más grave aún es que los verdaderos artífices del poder —la coalición congresal que sostiene al Ejecutivo— continúan garantizando su propia impunidad. Son los mismos legisladores que promovieron las “leyes procrimen”, normas que socavaron la colaboración eficaz, la extinción de dominio y la persecución penal. Desde el Parlamento bloquean cualquier intento de revertirlas, al tiempo que reclaman más estados de emergencia e intentan su reelección desvergonzada.
Frente a ello, la ciudadanía, en pleno ejercicio de su derecho constitucional a la protesta, se ha convertido en la última línea de defensa republicana, como algunas salas del Poder Judicial y los órganos electorales. En calles y redes, la población demanda la derogación de esas leyes infames y la recuperación del Estado de derecho como herramienta contra el crimen.
Es una resistencia cívica que responde al instinto democrático de una sociedad que se niega a normalizar la barbarie.
En concreto, el primer mes de Jerí no inaugura un gobierno, sino prolonga una alianza de conveniencias que administra el país en modo de supervivencia.
Y mientras ese pacto persista, solo la vigilancia ciudadana y la protesta pacífica seguirán recordando que el proyecto peruano aún respira, aunque el poder intente sofocarlo.