Lo ocurrido ayer en las calles del país fue la última expresión de un patrón de violencia institucional que se ha normalizado bajo el amparo del poder gobernante. La represión desproporcionada ejercida por la Policía Nacional del Perú (PNP) contra manifestantes pacíficos volvió a teñir de sangre el derecho ciudadano a la protesta. El saldo ha sido un joven músico asesinado por un suboficial de inteligencia, varios heridos de perdigones y una sociedad que asiste, otra vez, a la degradación del Estado de derecho.
Desde los discursos de las bancadas oficialistas hasta las acciones erráticas de quien han colocado en el Ejecutivo, se ha instalado la narrativa del enemigo interno, en la que todo ciudadano movilizado es sospechoso de subversión.
Ese discurso habilita el uso de la fuerza como respuesta automática ante la disidencia, deshumaniza al manifestante y legitima la brutalidad uniformada.
Los testimonios y registros de la jornada dan cuenta de cómo calles fueron cerradas por la propia fuerza policial para acorralar a los manifestantes, disparos de perdigones al cuerpo —prohibidos por los protocolos internacionales— y persecuciones posteriores a la movilización. Nada de eso fue accidental, ya que responde a una estrategia de control social que busca disuadir la protesta mediante el miedo.
Frente a esta realidad, si el silencio de los altos mandos del Gobierno y de los voceros del Congreso que lo sostienen continúa, equivaldría a complicidad.
La justicia nacional e internacional será la encargada de verificar si se trata de una violencia sistemática que se reproduce con la aquiescencia de grupos parlamentarios, y no solo de excesos individuales. Una democracia no puede tolerar que la respuesta estatal frente al reclamo ciudadano sea el disparo y signifique muerte sin más.
Los ciudadanos afirman en redes que no quieren resignarse a vivir bajo un régimen que confunde orden interno con represión y autoridad con impunidad como el que desgobierna en el Perú desde el golpe de Pedro Castillo.
La sociedad peruana exige justicia para las víctimas que este régimen viene sumando desde su llegada al poder cuando quien habían colocado en ese entonces en el sillón presidencial era Dina Boluarte.
Mientras la coalición gobernante siga legitimando la violencia, la distancia que los separa de los ciudadanos seguirá replegándolos a los anales de la historia en los comicios electorales venideros.