Columnista invitado. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.

Perú, un parlamento que no debate, por Luis Andrés Portugal

El Congreso parece eludir al debate. Leyes de enorme relevancia, cuestionadas incluso en foros internacionales, fueron sometidas a votación ante menos del 21% del total de congresistas y aprobadas por menos del 13% de estos.

Luis Andrés Portugal Pizarro, Abogado y profesor de Derecho Constitucional y Filosofía Política

Esta semana se ha conmemorado el Día Internacional de la Democracia, el único modelo de toma de decisiones aceptado, pese a sus imperfecciones. En la filosofía política contemporánea, hoy se debaten diversas formas de democracia, como la liberal, militante o deliberativa.

La democracia deliberativa destaca por no centrarse únicamente en la decisión derivada de la votación basada en la regla de la mayoría, sino en el proceso previo de deliberación, que no es más que la fuente de legitimidad de las decisiones. En este modelo se prioriza y otorga un valor superior a la discusión previa a la decisión, es decir, el intercambio de argumentos como pilar fundamental para la garantía de una votación informada y razonada.

En Perú, el Tribunal Constitucional ha enfatizado la necesidad de implementar esta forma de democracia, al menos en el Parlamento. Según sus sentencias 00001-2018-PI/TC y 00012-2018-PI/TC, las decisiones que emanan del Congreso, órgano deliberante por antonomasia, deben basarse en un intercambio constante y fundamentado de argumentos, para lo cual los participantes requieren información suficiente para emitir opiniones informadas orientadas al bien público, pues la democracia bien entendida implica que quienes participan en el proceso deliberativo puedan ratificar o modificar sus planteamientos iniciales como consecuencia de los debates y no en base a preferencias inmutables fijadas de antemano.

Sin embargo, la práctica parlamentaria en Perú dista de este ideal. El Congreso parece eludir al debate, tomando decisiones apresuradas, discutidas por pocos, sin debate profundo ni consulta a los sectores afectados.

Esto se refleja en la aprobación de leyes de gran impacto con un número alarmantemente bajo de votos. Por ejemplo, la cuestionada nueva Ley del Sistema Provisional fue aprobada en segunda votación con solo 38 votos a favor, 10 en contra y 16 abstenciones, de un total de 64 congresistas presentes; es decir, una ley que impactará directamente en la vida de millones de peruanos durante las siguientes décadas fue sometida a votación ante menos de la mitad del número total de los congresistas y aprobada con un respaldo de menos del 30% de sus miembros.

Otro ejemplo es la cuestionada Ley de Amnistía. Más allá de los argumentos a favor o en contra de esta norma, debe llamarnos poderosamente la atención el ínfimo número de votos que se requirió para su aprobación. Aunque reglamentariamente posible, no resulta legítimo que una norma de este calibre haya sido aprobada en segunda votación no en el Pleno, sino en Comisión Permanente y con 27 votos, de los cuales tan solo 16 fueron a favor. Algo similar ocurrió con la Ley que prescribe delitos de lesa humanidad, aprobada en segunda votación por solo 15 votos en una sesión con igual número de asistentes. Estas cifras evidencian una deliberación prácticamente inexistente: leyes de enorme relevancia, cuestionadas incluso en foros internacionales, fueron sometidas a votación ante menos del 21% del total de congresistas y aprobadas por menos del 13% de estos.

El problema no radica solo en los números, sino también en las reglas que rigen el debate parlamentario. Anteriormente, el Reglamento del Congreso permitía interrupciones durante las intervenciones, lo que facilitaba un intercambio dinámico de ideas, permitiendo a cualquier congresista refutar de forma espontánea el argumento del orador principal. Sin embargo, un acuerdo de la Mesa Directiva eliminó esta práctica, reduciendo los debates a lecturas de discursos desconectados, sin interacción real. A esto se suman prácticas como la exoneración de segundas votaciones y el uso abusivo de la virtualidad, que debilitan aún más la calidad deliberativa.

Como sostiene Roberto Gargarella, la deliberación es esencial en una democracia, pues permite identificar errores, superar perjuicios, enriquecer la información disponible y cumplir una función educativa. Aunque en un escenario ideal toda la ciudadanía participaría en este proceso, es al Parlamento al que debemos exigir, como mínimo, un compromiso con la deliberación genuina. Solo así las leyes que impactan nuestras vidas reflejarán un proceso de discusión legítimo y aceptable.

Columnista invitado

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