Profesor e investigador en la Universidad de Lima, Facultad de comunicación. Doctor en Psicología Social por la Universidad Complutense de Madrid y miembro del comité consultivo del área de estudios de opinión del Instituto de Estudios Peruanos (IEP). Viene investigando sobre cultura política y populismo.
Por WhatsApp, unos amigos comparten un video de Dina Boluarte diciendo… ya se imaginan: cualquier cosa relacionada con su reciente autoaumento de sueldo.
Pura inteligencia artificial (IA) al servicio de la risa o la burla. Seguro más de uno tiene una historia similar, con una variedad de personajes donde la IA altera la realidad al servicio de quien crea el mensaje, y para el uso, disfrute y socialización de quienes se enganchen con el mismo.
El clima antipolítico y la polarización de algunos sectores e intereses contribuirán sobremanera a que, durante la campaña electoral, este tipo de información inunde nuestras pantallas. Hace rato se extrañan ideas y propuestas sobre el país que despierten los ánimos; pero en los espacios públicos —no necesariamente en los privados— abundan los insultos, para goce de algunos, aunque muchos opten por desvincularse de “eso” que se percibe como tóxico.
Hace poco, probando si se entendían las preguntas de una encuesta sobre uso de redes sociales, una persona me comentó: “¿Informarme sobre temas del país? Ufff, prefiero seguir las noticias internacionales”. Así andamos. Lo que sucede en Gaza, las ocurrencias de Trump o el conflicto entre Rusia y Ucrania pueden resultar más interesantes que lo que acontece localmente. Igual se sufre, pero menos.
La rutina de buena parte de la ciudadanía pasa por mirar, desde que abre los ojos (más temprano o más tarde), la pantalla de su celular. ¿Cómo así? Eso tiene que ver con aspectos vinculados a las motivaciones personales, influencias grupales y los famosos algoritmos incorporados en las redes sociales, así como con los diseños generales de todo aquello que aparece en la pantalla. Dicho de otro modo: algo tenemos que ver nosotros, pero también interviene la arquitectura detrás de nuestro —ya no tan nuevo— acompañante tecnológico.
Las motivaciones de cada quien varían: puede ser por entretenimiento, información sobre el entorno, interacción vinculada al trabajo o asuntos personales, etc. En lo grupal, en la medida en que se normaliza estar pegado al susodicho aparato (parejas frente a frente mirando sus celulares, grupos enteros de amigos… y así), la norma social termina siendo un elemento adicional que promueve el hábito: “si todos lo hacen, ¿por qué no yo?”. Y en cuanto a cómo está construido el contenido de las pantallas, ya sabemos: viven de nuestra atención.
En este habitus, como diría Bourdieu, se produce lo que en la literatura sobre comportamiento digital se conoce como “información incidental sobre noticias”; es decir, información que aparece en pantalla sin haberla buscado intencionalmente. Un ejemplo: el video de Dina Boluarte que mencioné al comienzo. Apareció de repente.
Buscar o seguir noticias para informarse sobre “asuntos de interés público” nunca ha sido la motivación mayoritaria para consumir medios (ni cuando internet era solo una idea), pero ahora, con el incremento de la oferta recreativa, el consumo de información noticiosa es cada vez más un bien escaso. Por supuesto que hay personas que buscan información sobre temas de interés nacional, pero no son la mayoría.
Algo que los estudios sobre el tema han identificado bien, y que tiene que ver con la desinformación y las fake news, es que frente a estas noticias no buscadas se da un proceso en dos etapas que alimenta su circulación. En un primer instante, cuando aparece algo inesperado, hay una mirada inicial que lleva a decidir si se ingresa o no para dedicarle más tiempo. Si el tema no engancha, se sigue de largo, pero algo queda en la cabeza, aunque no nos demos cuenta.
La segunda etapa es cuando ya uno ingresa a leer o ver lo que llamó la atención. Ese es el momento donde la desinformación y la difusión de noticias falsas encuentran su mejor oportunidad.
Hay diversos intereses detrás de la generación de este tipo de contenido. Durante las elecciones, los actores principales son los mismos candidatos, los responsables de campañas políticas o grupos con intereses específicos, todos buscando reforzar los “anti” con los que se identifiquen. Y acá es donde todos intervenimos. Se crea y difunde contenido buscando utilizar a su favor las emociones y prejuicios existentes. Nosotros somos quienes lo viralizamos.
Lo que se mantiene como constante —y esto precede al mundo digital— es que uno repite, comparte, da likes, etc., sobre aquello que coincide con su forma de ver el mundo. Una extraña manera de confirmar que, más allá de las tendencias ideológicas, somos conservadores. Todos pedimos cambios, pero no somos fáciles para cambiar de ideas: reforzamos constantemente lo que ya forma parte de nuestras convicciones.
El impacto de las fake news en los resultados electorales depende de varios factores: la polarización política (que se incrementará a medida que avance la campaña), la confianza en los medios y la predisposición actitudinal de los votantes ante los temas que vayan apareciendo como relevantes (y sobre eso, cualquier cosa puede pasar). Los estudios indican que las noticias falsas tienden a reforzar creencias preexistentes y movilizar a los simpatizantes de un candidato, más que a cambiar la opinión de los indecisos. El asunto es que acá, la mayoría no define su voto hasta el último momento.
El mayor problema —y esto se agrava con el uso de la IA— es que las noticias falsas erosionan la confianza en los medios y dificultan la distinción entre lo real y lo que intenta parecerlo, afectando la percepción de legitimidad del proceso electoral.
Como tituló el Nobel: Tiempos recios.

Profesor e investigador en la Universidad de Lima, Facultad de comunicación. Doctor en Psicología Social por la Universidad Complutense de Madrid y miembro del comité consultivo del área de estudios de opinión del Instituto de Estudios Peruanos (IEP). Viene investigando sobre cultura política y populismo.