Sería ocioso intentar negar que el ejercicio semanal de escribir acerca de lo que está sucediendo en la política peruana, es peligroso para la salud mental y física. El psiquiatra y psicoanalista Boris Cyrulnik dice que la ausencia de empatía puede desembocar en el sadismo. Pero, no menos relevante, el exceso de empatía puede convertirse en masoquismo. Es pues necesario encontrar la distancia adecuada para continuar esta tarea, que, en estos tiempos, parece un castigo de ese dios enfermo del que habla Vallejo en Los Dados Eternos.
Una manera de protegerse de esos excesos contra los que nos previene Cyrulnik, para no caer en la indiferencia por el otro ni en la tristeza por nuestro fracaso social, es rescatar aquello, que, contra toda desesperanza, se yergue y nutre a la comunidad. Esto me permite hacer una indispensable rectificación. En mi columna de la semana pasada afirmé una falsedad producto de mi desinformación, la que no tiene excusa. Dije que el museo de Pachacámac estaba vacío. Es todo lo contrario. Se trata de uno de los museos más visitados del país y su labor, dirigida por Denise Pozzi-Escot, irradia a la región. El 2024 tuvieron más de 123,000 visitantes.
En ese espacio arquitectónico de elegancia y armonía con el entorno, diseñado por el estudio Llosa & Cortegana, se hacen exposiciones temporales, programas educativos y comunitarios, talleres, visitas guiadas, ferias culturales y experiencias multisensoriales. Actualmente se presenta la exposición “SISAN, floreciendo en el desierto”. Conmemora diez años de trabajo conjunto con mujeres artesanas del entorno del santuario. Todo esto, que me fue informado gentilmente por Denise, habla a las claras del dinamismo y presencia de este museo. Sin embargo, y esto es de mi cosecha, un museo con semejante infraestructura, ubicado en uno de los emplazamientos más emblemáticos del que otrora fuera el señorío de Pachacámac, un oráculo que sobrevivió al paso de los siglos (las culturas Lima, Wari y el imperio de los Incas lo veneraron y consultaron), merece presentar una colección permanente de altísima calidad. El Perú tiene piezas de sobra, como pocos países en el orbe, para presentar un conjunto de tesoros invalorables.
Esto, repito, es una afirmación de mi exclusiva responsabilidad. Intuyo que quienes ahí trabajan no querrían otro designio que ese, pero no me lo han comunicado. Sin embargo, la desidia de las autoridades como el Ministerio de Cultura, intuyo, está más preocupada por su supervivencia inmediata que por hacer de este lugar el gran museo que un país cómo el Perú necesita y merece. Hay que pensar en el equivalente mexicano – el Museo Nacional de Antropología, considerado uno de los más importantes del mundo en su género- para hacerse una idea de lo que podría presentarse en un lugar que fue considerado santuario y oráculo por algunas de las principales civilizaciones de nuestra Historia.
Mientras tanto, porque no hay que desesperar, es importante apoyar ese museo acudiendo a visitarlo, enriqueciéndose con esa experiencia, recuperando las fuerzas para seguir en la brega. Hace poco tuve la experiencia de visitar otro oráculo y santuario de enorme importancia histórica: el de Delfos en Grecia. Aquel de la célebre frase “conócete a ti mismo”, que los psicoanalistas veneramos e intentamos llevar a cabo. Menos conocida es otra que afirma con calculada y necesaria ambigüedad: “No dice, no oculta, solo significa.” Esa fue precisamente la tragedia de Edipo. Admito que le formulé mi pregunta al oráculo, y estoy aguardando ese significado. Veremos que me depara en este país que hoy parece hundirse cada día más en un inmenso depósito de basura moral. Por ahora estamos más cerca de la tragedia, pero alguien dijo que la comedia era tragedia más tiempo.
Pues bien, si la cultura Lima, el imperio Wari y los Incas consultaron al santuario de Pachacámac, los peruanos de hoy deberíamos acaso hacer lo propio. No me refiero a los pronósticos electorales, pero cada quien es libre de consultar lo que le haga falta. Iniciativas como la de ese museo son parte de una tarea de resistencia, por supuesto. Pero también constituye uno de esos antídotos para no perecer en esta atmósfera de corrupción, mendacidad y dominio de grupos mafiosos. Hay que repetirlo: dentro y fuera del ámbito político. Al punto que esa frontera se ha difuminado de tal manera, que pronto será indistinguible.
Por eso es urgente darse espacios para respirar, reflexionar, aprender, inspirarse. En una palabra: recuperar la posibilidad de tener perspectiva. Cualquier experiencia que nos guíe por ese lugar en donde se restablece la capacidad de pensar, pues el ambiente deletéreo de mentiras, rapacidad y violencia ataca dicha capacidad, es un remedio para melancólicos, como el título del gran libro de Bradbury del que alguna vez me ocupé en esta página. Pero también es cierto, tal como lo demuestra la falsedad que proferí sobre el museo de Pachacámac, que, sin intentar negar mi responsabilidad, esa contaminación moral nos afecta a todos. Literalmente, nos enferma.
Sin embargo, como dice un refrán budista, lo que sucede conviene. De no haber sido por ese pasaje al acto, en el cual obré impulsivamente, no habría tomado contacto con la arquitecta Patricia Llosa, una de las responsables del proyecto, quien me envió unas fotos espléndidas. Ni con Denise Pozzi-Escot, quien me desasnó y convenció de que apenas pueda, haré mi peregrinaje a ese museo, a ese santuario, a ese oráculo que está en las puertas de mi ciudad y no al otro lado del mundo.
Jorge Bruce es un reconocido psicoanalista de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha publicado varias columnas de opinión en diversos medios de comunicación. Es autor del libro "Nos habíamos choleado tanto. Psicoanálisis y racismo".