Confesiones de un politólogo sin objeto de estudio, por Alberto Vergara

Escribir una columna política en el Perú de hoy tiene algo de castigo y otro poco de imposible. Cuando se acerca el primer domingo de cada mes –en que debo entregar este artículo— me maldigo por haber asumido tal compromiso. Ahora, se trata de un sufrimiento distinto al que siempre me ha producido escribir. Quiero decir, nunca me ha resultado ni fácil ni placentero escribir. Es una chamba.

Escribir una columna política en el Perú de hoy tiene algo de castigo y otro poco de imposible. Cuando se acerca el primer domingo de cada mes –en que debo entregar este artículo— me maldigo por haber asumido tal compromiso. Ahora, se trata de un sufrimiento distinto al que siempre me ha producido escribir. Quiero decir, nunca me ha resultado ni fácil ni placentero escribir. Es una chamba.

Pero ahora sufro de otra manera (esto se pone vallejiano). No padezco mis limitaciones de toda la vida. Pasa que el propósito mismo de hacer una columna política en el Perú se me aparece como una impostura. Al intentar hablar de política peruana me siento como los cacasenos que rezan en latín. Una mezcla de despropósito y delirio; una tarea abocada a medir los signos vitales de los habitantes de una catacumba.  ¿Cómo escribir sobre lo extinto? Pero no terminamos de aceptarlo.

Cuando escucho La encerrona en las mañanas me resulta ya muy difícil seguir los escándalos nacionales con sus personajes de nombres imposibles de retener. Todos intercambiables, fugaces e insignificantes. Ante las noticias me siento como Úrsula Iguarán en las últimas páginas de Cien años de Soledad cuando entrevera pasado y futuro, confundiendo a hijos, nietos y bisnietos; cuando los recuerdos le resultan vaticinios y los presagios una función de la memoria. Ni principio ni fin: una cascada incasable de lo mismo. Y ahora que escribo esto recuerdo una frase del propio García Márquez: si vengo a Colombia cada mes han ocurrido muchas cosas, si vengo cada veinte años no ha pasado nada.    

En los manuales de ciencia política la política suele ser definida como la actividad humana que busca domesticar los conflictos que surgen en una comunidad. Otros aseguran que la política está abocada a impedir la disgregación de la comunidad gestionando o procesando los conflictos (no resolviéndolos, necesariamente).

¿Algo de ese propósito sobrevive entre nosotros? Algo, poquito. Si sobrevive lo hace de forma bienintencionada pero excéntrica (tanto en su acepción de insólito como de lejanía del centro). Prevalece, más bien, lo opuesto de la definición: la apuesta por un ambiente desordenado donde cada uno resuelve sus conflictos como puede, sin que nadie los gestione. La utopía del marca y del merca.

La prueba ácida del colapso de nuestra política ocurre cuando me contacta alguien del extranjero para que le explique algo relativo a la política nacional; o, peor, alguna “crisis”. Nuestras “crisis” se originan en puntos cada vez más subterráneos de la esfera pública o estatal. Y sus protagonistas carecen de biografía por exponer. Y entonces uno puede descubrirse tratando de explicarle al pobre extranjero sobre el desmantelamiento del grupo policial Orión o sobre la interpretación de un oscuro inciso de alguna ley orgánica que permitiría elegir a un miembro más de algún organismo estatal, que, a su vez, será crucial para la elección de un magistrado de otra entidad estatal…  Y todo esto hilado por tinterillos o funcionarios anónimos, que nadie sabe cómo llegaron ahí, pero sabemos desaparecerán pronto y que, de la “política”, lo que les interesa es la posibilidad de modificar un artículo del código procesal penal o algo por el estilo.

El periodista, inversionista o diplomático extranjero luce incrédulo y retruca ¿pero no hay algún conflicto programático relevante? Pues no. ¿Y cómo se comporta la oposición política? No hay. ¿Pero entonces hay una oposición social? Tampoco. ¿Y qué político está capitalizando este momento de gran malestar? Ninguno. Se demora en transitar de la incredulidad a la perplejidad, pero termina captando que hemos llegado a la postpolítica.

¿O la prepolítica? Si seguimos a Thomas Hobbes (1588-1679), la sociedad política surge cuando una multitud fragmentada y en estado de guerra decide abandonar esa condición a través de un pacto que instituye un orden político estatal (el famosos Leviatán). El Perú de hoy, en cambio, se parece a una sociedad política que opta por desertar de las regulaciones instituidas en el pacto y así volver a ser un agregado de individuos regidos por la violencia y el miedo a sufrirla.  Galopamos hacia la prepolítica. Que también sería, por cierto, la postpolítca. Úrsula Iguarán otra vez.  

Una de las preguntas que más debo responder y que menos sentido tiene es: “qué va a pasar el 2026?”. No solo es un sinsentido porque mi bola de cristal electoral jamás ha dado pruebas de eficacia (recuerdo cuando le aseguré a un auditorio de conspicuos especialistas en Washington D.C. que era absolutamente imposible que PPK le ganase a Keiko), sino que la pregunta suele llegar luego de charlas en las que se ha mentado más de una vez la debilidad o ausencia de instituciones. Es decir, una vez más, rechazamos aceptar lo elemental: lo que consigue que las cosas de los humanos sean más o menos predecibles son las instituciones, esas reglas que nos obligan a comportarnos de una manera u otra y al hacerlo permiten entrever el futuro con menos incertidumbre. Sin ellas la vida política lo admite todo. Menos la predicción fundada.

Mi papá siempre ha dicho que un político es un tipo que pone un restaurante y te quiere convencer de que lo abrió porque le preocupa tu alimentación. Es una definición cínica que pone de relieve un factor clave de la política: hacen falta cuentos que legitimen las acciones y comportamientos políticos. De otro modo: es imperativo dotar a la política de unos discursos que justifiquen ciertas iniciativas y propósitos, sino habría que gobernar apostando únicamente a la coerción. Hacen falta unos relatos que consigan la obediencia espontánea de la ciudadanía o, al menos, de parte de ella.

La frase de mi viejo ya no tiene sentido en el Perú de hoy. Los cogoteros ya no hacen el esfuerzo de mentirnos. Las decisiones y comportamientos políticos ya no buscan ser legitimados a través de discursos, justificaciones o argumentos. Gobernar es la afirmación achorada de que hago esto porque puedo y seguiré haciéndolo mientras no me lo impidan. Castillo inauguró ese camino y su vicepresidenta con el Congreso lo han perfeccionado. Así somos y así nos comportamos, ¿no te gusta?, vácame pues, qué tanto. Silencio ante la fiscalía, tampoco damos entrevistas. “Tú mamá”.

Una política que renuncia explícitamente a buscar dotarse de legitimidad, que cultiva con convicción su desaprobación popular unánime, es un fenómeno muy extraño. Y toxico porque hacia la ciudadanía funciona como una pedagogía cotidiana del abuso y la arbitrariedad sin más.

El asunto es que los sistemas políticos poseen dos herramientas para que la gente obedezca la ley: la legitimidad y la coerción. En el Perú asistimos al desmontaje simultáneo de ambas.

A este proceso por el cual el sistema político se va quedando sin representación ni representantes, sin partidos, programas ni vínculos entre la sociedad y el Estado, le hemos llamado --con Rodrigo Barrenechea-- el “vaciamiento democrático”. Y, a su resultado, la democracia vaciada. Pero suelo decirme que, si el diagnóstico es correcto, también es incompleto. Los síntomas del vaciamiento desbordan el ámbito democrático. Se perciben en una sociedad harta y a la defensiva; en un empresariado que abandonó la promesa neoliberal y tecnocrática de una prosperidad compartida para funcionar desde las coordenadas de la salvación mercantilista; una tecnocracia sin techné ni cratos (¿alguien dijo MEFetrefe?); en rectores universitarios que se precian de no haber leído un libro.

Paradójicamente, este sistema lánguido y vacante se despliega mientras el mundo se carga de sentido; mientras la Historia está de vuelta. Donde sentido e Historia, desde luego, no es algo necesariamente positivo ni tampoco algo que podamos descifrar por completo aún. Por ejemplo, la guerra en Ucrania implica la resurrección de viejas tensiones geopolíticas y la readaptación a nuevas prioridades e intereses. O la escalada entre Estados Unidos y China a muchos niveles reactualiza la idea de la guerra fría o cualquier término sucedáneo que capture esta nueva situación.

En particular, la llegada de Trump trae de vuelta palabras como oligarquía, imperialismo, nacionalismo, algunas de las cuales yacían entre telarañas; o apellidos enterrados como Monroe son exhumados, mientras se despliega la voluntad de no dejar piedra sobre piedra del mundo liberal que surgió tras la caída del comunismo. Como sugiere Branko Milanovic en un artículo reciente, esta nueva etapa histórica aún no tiene nombre, pero ya comenzó. 

Y más cerca a nosotros alguien tan ponderado y lúcido como el economista argentino Pablo Gerchunoff le endilga a Milei un perfil “revolucionario”. Y agrega: "Y así como te digo que Milei no es Macri, en algún sentido Milei es más parecido a Cristina [Fernández de Kirchner]. Porque la ideología importa, la narrativa importa, la voluntad importa, no importa solo la gestión.” O sea, lo contrario de la política vaciada.

El sistema político peruano más que fragmentarse se ha astillado. Y ejercer la carpintería en base a astillas se ha convertido en el oficio improbable del analista político.

Alberto Vergara

A mí no me cumbén

Como nadie le paga por jugar fútbol, tocar guitarra o ir al cine se dedica a la ciencia política. Es profesor en la Universidad del Pacífico. Ha publicado una decena de libros entre propios y editados. Su libro más reciente es Repúblicas Defraudadas: ¿Puede América Latina escapar de su atasco? (Crítica, 2023). También ha publicado el libro infantil Otta la gaviota que tenía… ¡vértigo! (Planeta junior, 2022).