Teseo fue un héroe mítico ateniense al cual se le honró mediante la preservación de su barco. Para mantener la embarcación, se tuvo que cambiar gran parte de sus piezas. Ante este escenario, Plutarco se fue preguntando ¿ese sigue siendo el barco de Teseo? ¿Qué tiene más valor la apariencia o la esencia? ¿Lo que importa es la función del barco o su composición?
A partir de esta paradoja, me surge una reflexión similar en torno a la Constitución de 1993. Durante el presente periodo parlamentario, se han modificado cerca de la mitad de sus artículos, alterando aspectos fundamentales como su vocación participativa, las cuestiones de confianza, la unicameralidad, las competencias del Ministerio Público, entre otros. Además, se proyectan al menos 20 cambios adicionales que afectan la designación de jueces, fiscales e introducen la influencia política sobre los órganos electorales.
Frente a estos cambios, cabe preguntarse: ¿seguimos hablando de la Constitución de 1993? Heráclito diría que sí, pues consideró que el cambio constante es la esencia de la existencia. Platón también coincidiría ya que, conceptualmente, el texto se mantendría dentro de lo que universalmente conocemos como Constitución. Sin embargo, Aristóteles sostendría que no, ya que la identidad de algo radica en su sustancia, definida por su forma, contenido y función esencial.
Este último punto fue respaldado por el Tribunal Constitucional en 2002, al establecer que una reforma total ocurre cuando se modifica el contenido esencial de la Constitución vigente, es decir, cuando se alteran “los presupuestos básicos de la organización política”, sin que sea determinante la cantidad de artículos modificados.
Siguiendo esta línea, considero que los cambios introducidos por la bicameralidad (ley ómnibus), las leyes que restringieron el referéndum ciudadano y la cuestión de confianza, junto con las reformas pendientes —como la eliminación de la JNJ, la posibilidad de enjuiciar políticamente a los jefes de la ONPE y del Reniec, su elección por el Senado, la ampliación del TC y la reducción del mandato del presidente del JNE—, nos alejaría irremediablemente de la Constitución de 1993.
Estas modificaciones sustanciales en la parte orgánica de la Constitución, esenciales para el funcionamiento y diseño de nuestra organización política, darían lugar al legado de este Congreso: la Constitución del periodo 2021-2026, marcada por su carácter iliberal y el poder desmedido del Parlamento. ¿Lo vamos a permitir?