“Nunca antes en la historia peruana había sido posible obtener una imagen intestina que ilustrara tan clara y detalladamente el funcionamiento clandestino de la corrupción”.
— Alfonso Quiroz, La historia de la corrupción en el Perú (2013), p. 370.
Después de la muerte viene la memoria. Pero no va a ser fácil para los herederos de Alberto Fujimori construir una memoria digna para el dictador. Esto es, si se quiere ser fiel a la historia. Fujimori murió en el apogeo de su legado, en un gobierno en el que el título de presidenta es de Dina Boluarte pero el poder es de Keiko Fujimori y aliados. En ese se sentido vivimos una suerte de “restauración” del fujimorismo noventero, con sus variantes, por cierto. Con un Ejecutivo sometido un Congreso incontinente para publicar leyes prodelincuencia y proimpunidad y al que solo le falta copar los órganos electorales, la JNJ, y la Fiscalía (que se recupera a buena honra luego de la salida de la inefable Patricia Benavides) para controlar todos los poderes del Estado y en el que Dina Boluarte podría llevar el título de fujimorista honoraria.
Su primer acto significativo en el Gobierno fue mandar disparar a matar a campesinos que pedían elecciones adelantadas con el argumento de que eran “terroristas”, así como Fujimori mandó a matar a campesinos y estudiantes con el mismo pretexto. Hablamos de la Dina de los Rolex “prestados”; la que se conmueve con las lágrimas de Keiko, pero no las de los peruanos abatidos por los incendios que, gracias a la ley prodepredación de la Amazonía se tornarán más incontrolables aún. Hablamos de la Dina rauda para enviar helicópteros y declarar estados de emergencia si se trata de reprimir a los campesinos de Puno, pero cuando el país se incendia prefiere homenajear con pompas fúnebres al autócrata condenado por homicidio calificado y corrupción.
La memoria de las fastuosas exequias con que Dina obsequió a la familia Fujimori estará siempre unida a la del abrazo entre la Señora K y la Señora D (la Descarada), como prueba del pacto. A lo que deben sumarse las palabras del propio Fujimori unos meses antes de morir diciendo que Dina debería quedarse hasta el 2026, unos meses antes de morir. Y se recordará tal vez como castigo divino en pleno funeral, los efluvios malolientes que emanaban de un desagüe desbordado, potente símbolo de tanta mierda acumulada y de la degradación de los servicios en el país. Las dos pantallas gigantes en el segundo día del velatorio fungirán de recordatorio de que Fujimori hizo de la política un espectáculo. De acuerdo a Carlos Iván Degregori, se trató de la “primera dictadura mediática” del Perú.
Pero hay más. Del miasma político actual surgen también personajes que nos entroncan con un aspecto bastante conocido, pero hoy poco comentado de la dictadura de los noventa: los vínculos del gobierno fujimontesinista —porque Fujimori nunca actuaba solo— con las redes del narcotráfico. Chibolín, personaje televisivo de la farándula ha sido recientemente capturado por la policía. Y resulta que es el apoderado oficial de Vaticano, el narcotraficante más poderoso de los noventa, hoy libre luego de haber cumplido condena. El historiador Alfonso Quiroz, en su libro La historia de la corrupción en el Perú (Lima IEP, 2013, en adelante HCP), ubica a Vaticano en el organigrama “Redes, ramas y lazos de corrupción 1990-2000” como parte de un cartel de drogas directamente vinculado con altos mandos militares y policiales subordinados a Montesinos (HCP, p. 371). Por su parte, Jaime Antezana, el estudioso del narcotráfico, ha sostenido que el fujimorismo es el primer “narcopartido” del Perú. Bien valdría seguirle la pista a la idea. Más aun cuando puede verse en un video a Chibolín con polo naranja haciendo campaña para votar por Keiko “sin vergüenza”. Ha trascendido además que Chibolín sería parte de una red que compraba jueces y fiscales al clásico estilo fujimontesinista. Valga recordar, siguiendo a Quiroz, que Montesinos se inició en su carrera como abogado defendiendo a narcotraficantes, y que su manera de relacionarse con narcos fue cobrándoles cupos, infiltrándose en las entidades de lucha antinarcóticos, y corrompiendo a policías y militares. En todo este tiempo fue el principal operador político de Fujimori.
Los estudios más serios sobre la década fujimorista han definido al gobierno que va desde el golpe de 1992 hasta el 2000 como una “dictadura cívico-militar”. ¿En qué momento los académicos trocaron ese concepto por el eufemismo complaciente de “autoritarismo competitivo” inventado por la politología light (es decir, la que no cuestiona ni quiere incomodar al poder)? Lo cierto es que desde que se puso de moda —coincidentemente con el auge del neoliberalismo— se perdió el análisis objetivo de los hechos, contribuyendo, sin necesariamente ser fujimorista (eso quiero creer…) a crear una memoria edulcorada del régimen.
La dictadura cívico-militar fujimontesinista no tuvo nada de “competitiva”, y en eso coincido con el constitucionalista Omar Cairo, cuyo artículo en este mismo diario (15-9-24) refuta sólidamente al politólogo Albero Vergara por el uso del término y por asumir que quedaban algunos aspectos de “democracia” en el régimen (ver también la columna de Rosa María Palacios en LR del mismo día). Citemos nuevamente a Quiroz: “Con la complicidad de ministros y funcionarios allegados, aproximadamente 250 decretos inconstitucionales entraron en vigor entre el 5 de abril de 1992 y el 20 de noviembre de 2000. Provisto de estas armas legislativas hechas a la medida, el régimen de Fujimori duró hasta noviembre de 2000 gracias a las elecciones fraudulentas del periodo 1992-1993 y los años 1995 (primera reelección) y 2000 (segunda reelección)”. (HCP, p. 367). La autocracia fujimontesinista que avasalló todos los poderes y compró los medios, con un asesor turbio y una fiscal de la nación sometida toda la década, no tuvo nada de ‘competitivo’ ni de democrático. La asamblea constituyente de 1993 fue el camino, no a un ‘autoritarismo competitivo’ como quisieran Levitsky y Vergara, sino, como dice Quiroz, a ‘la institucionalización del golpe’ (p. 366)
Históricamente, toda dictadura ha buscado las formas de parecer democrática, desde los caudillos que abrazaban las constituciones en el siglo XIX, como lo * estudió* Cristóbal Aljovín. El hecho de que Leguía haya reconocido por primera vez a las “comunidades de indígenas” como personas jurídicas (Constitución de 1920) no lo hace menos dictador. El hecho de Velasco haya llevado a cabo una reforma agraria no lo hace un demócrata. Y el hecho de que Kenji Fujimori haya llorado a su padre sinceramente no me hace olvidar la cocaína de los almacenes Limasa.
Se vienen duras batallas por la verdad en la memoria. Vale pues recordar que la historia rigurosamente investigada y documentada es el mejor antídoto contra el mito.
Historiadora y profesora principal en la Univ. de California, Santa Bárbara. Doctora en Historia por la Universidad del Estado de Nueva York, con estancia posdoctoral en la Univ. de Yale. Ha sido profesora invitada en la Escuela de Altos Estudios de París y profesora asociada en la UNSCH, Ayacucho. Autora de La república plebeya, entre otros.