La mortalidad de todos los seres humanos es inevitable y ante ella toda cultura tiene sus ritos de despedida. Honrar estos rituales es parte de lo que nos hace humanos desde el inicio de los tiempos. Para la gran mayoría la muerte es un acto privado, digno en la medida de lo posible y constreñido a la sobriedad del duelo de los deudos. Enterrar a los muertos es, después de todo, una obra de misericordia cristiana.
Sin embargo, a veces el difunto tiene gran notoriedad. El término de su vida demanda a la sociedad una evaluación que va mas allá de los recuerdos familiares, las obras cotidianas o el cariño de los íntimos. Cuando muere un presidente, es inevitable que el juicio de la historia, aun cuando no hay distancia objetiva para dar el veredicto, se instale en todos nosotros.
La muerte de Alberto Fujimori no permite un juicio sereno porque su vida y obra no lo fueron. Condenado a 25 años por los asesinatos del Grupo Colina que él felicitó y promovió, y el secuestro de Dyer y Gorriti, cumplió 16 en prisión, más 2 años más en arresto domiciliario. Se allanó en los procesos por corrupción y fue condenado a 7 años que sí cumplió, reconociendo, entre otras fechorías, que robó 15 millones de dólares para entregarlos a su socio político Vladimiro Montesinos. Socio al que le encontraron, solo en Suiza, más de 200 millones de dólares, “fondo de contingencia” depositado por órdenes de Fujimori según testimonio del mismísimo Montesinos.
En el caso Barrios Altos, Fujimori responde por asesinato de 16 personas, entre ellas, un niño. La mayoría heladeros participando en una pollada. Los mataron por error, dicen. En el caso La Cantuta responde por el asesinato de un profesor y 9 estudiantes secuestrados de la misma universidad. No son todos los muertos imputados al Grupo Colina. Fueron muchos más. Por los primeros, pagó en buena parte. Por los otros, no.
El expediente delictivo de Fujimori es largo y abultado. No hay forma de que el más complaciente de sus biógrafos lo omita. Sin embargo, ahí están los sucesivos intentos por reescribir la historia, por deshonrar una y otra vez a sus víctimas, por exonerar responsabilidades imprescriptibles.
¿Por qué tanta complacencia? Porque Fujimori también fue otras muchas cosas en simultáneo. También fue el hombre que puso orden a la economía del país aceptando un plan liberal en el que jamás creyó del todo, pero que el pragmatismo imponía. 1990 fue el año del punto de quiebre para una reconstrucción económica en un país que tardó una década en cosechar los resultados de la disciplina fiscal, la apertura de mercados, la libertad de comercio y un capítulo económico de una nueva Constitución que atrajo miles de millones de dólares en inversión privada al Perú. Si esta fue una tarea extraordinaria, también lo fue la derrota total del MRTA y Sendero Luminoso en todos los planos en los que la actividad terrorista arrasaba. Asimismo, sacar al país, para siempre, de los consuetudinarios enfrentamientos con Ecuador selló una paz que sí ha sido, al fin, duradera. Nada de esto puede ser negado y ninguna de estas acciones es poca cosa.
En la vida política del Perú, Fujimori jamás fue un demócrata. Desde que dio un golpe de Estado y disolvió el Congreso el 5 de abril de 1992, se convirtió en dictador. Las sucesivas elecciones que ganó no lo alejaron de manejar el país como una autócrata que jamás necesitó un partido político para gobernar porque su único partido fueron las fuerzas armadas, a las que corrompió y humilló. El daño que hizo a las instituciones para perpetuarse en el poder, sean estas públicas o privadas, excede la brevedad de esta columna, pero no por ello no deja de sorprender que algunas de las que fueron sus más vejadas víctimas se deshagan en dolorosas condolencias. Una cosa es el ser humano, al que siempre se respeta, y otras las instituciones que representan a todos los peruanos actuando de comparsa de un espectáculo político.
Los honores y la pompa corresponden por norma y cuando sí se es demócrata y se respeta el Estado de derecho, no hay más que cumplir la ley. El dolor de la familia y amigos, como acto privado, merece toda la compasión y respeto que demandan los modales democráticos, obligatorios aun entre los más encarnizados adversarios. Pero si Keiko Fujimori necesita o desea convertir el funeral de su padre en un acto político, tendrá que someterse, ella también, al juicio político en el que, hay que decirlo, sale muy desfavorecida.
Primero, porque una vez más tanto el Gobierno de Dina Boluarte como sus aliados en el Congreso han demostrado que el pacto de facto es ya un frente de gobierno con Fujimori y Acuña a la cabeza. Segundo, porque los detalles de la muerte de Alberto Fujimori revelan que el acto de lanzarlo a la presidencia en julio, a sabiendas de su estado de salud, es una crueldad o la imperiosa necesidad de hacer que su último acto político sea igual al primero: una mentira. Tercero, porque esa hija, la que sigue siendo la candidata presidencial, es la que se opuso al indulto de su padre y persiguió, sin piedad alguna, a los dos hombres que ilegalmente lo pactaron: Pedro Pablo Kuczynski y su propio hermano Kenji, quien hoy, con una condena suspendida, pudo haber estado preso mientras su padre moría.
Con estos antecedentes y con una fuerza política que no respeta ni la Constitución de su padre va a enfrentar por cuarta vez un antifujimorismo que su padre jamás puso a prueba porque jamás participó en una elección después del año 2000. El antifujimorismo solo lo cosechó Keiko, pero ella no ha parado de hacerlo crecer por sus propios méritos. Eso no muere con el padre porque permanecerá en la hija.
Es una ingenuidad política creer que hay un espacio de “reconciliación nacional” con el crimen, que a los muertos hay que olvidarlos o que los innegables méritos tapan los delitos, mientras que La Pestilencia, el brazo armado del fujimorismo y sus satélites, recorre las calles de Lima y las redes sociales para recordarnos que ahora el amedrentamiento está a su cargo y que aquí todo sigue igual que con el padre, pero para peor.
Nació en Lima el 29 de Agosto de 1963. Obtuvo su título de Abogada en laPUCP. Es Master en Jurisprudencia Comparada por laUniversidad de Texasen Austin. También ha seguido cursos en la Facultad de Humanidades, Lengua y Literatura de laPUCP. Einsenhower Fellowship y Premio Jerusalem en el 2001. Trabajó como abogada de 1990 a 1999 realizando su especialización en políticas públicas y reforma del Estado siendo consultora delBIDy delGrupo Apoyoentre otros encargos. Desde 1999 se dedica al periodismo. Ha trabajado enradio, canales de cable, ytelevisiónde señal abierta en diversos programas de corte político. Ha sido columnista semanal en varios diarios.