La película “Reinas” de Klaudia Reynicke está ambientada en la Lima de inicios de los años 1990. Una familia de clase media hace planes para emigrar al apacible estado de Minnesota, en los Estados Unidos. Una casa inundada de colores opacos da cuenta de los hondos desencuentros en su interior. En el Perú de aquellos años (entre 1988 y 1993), más de 1´500,000 peruanos (INEI) dejaron el país con la triste determinación de no volver. Eran los años de los apagones y las velas, de los toques de queda y el estado de alerta con el ruido de las detonaciones, el tiempo inverosímil de los Intis en mazos que no entraban en el bolso, la desesperanza.
De eso trata la película, y más. La evocación de aquellos años no es solo memoria y muebles vintage, es la escenificación de una historia vuelta a contar, la migración masiva que es el desaliento endémico como síntoma nacional. Por eso, la película interpela también el tiempo presente que es un déjà vu. Si en la década de 2010 a 2019 la salida de peruanos osciló entre los 184,000 y 113,000 (INEI) por año, en la década actual la oleada migratoria devino en estampida y en un sálvese quien pueda: en 2022, más de 400,000 peruanos (Migraciones), casi el cuádruple, se fue del país. Solo entre enero y septiembre de 2023, más de 415,000 peruanos habían migrado (Migraciones). Cuando se intenta discutir los orígenes de la salida de tantísimos peruanos en estos últimos dos años, un elemento a mano es sin duda la pandemia, y también la recesión económica que precarizó aun más el empleo y expuso los endebles servicios públicos del Estado peruano, las profundas brechas de ingresos monetarios y de acceso a oportunidades en un país sumido en la hipertrofia centralista y en profundas desigualdades sociales y étnicas, teñidas de desprecio por los “provincianos” y los Mamani (objetos de bullying).
A esto, sumemos la crisis de representación política. Si en 2020 Martín Vizcarra gozaba del respaldo de la mayoría de peruanos (IEP, 77%) al momento de su destitución por el Congreso y en parte debido a su enfrentamiento al más impopular de los poderes del Estado, y a despecho de las muy graves denuncias en su contra, con el presidente Pedro Castillo, el desgaste será fulminante. La impericia, los escándalos de corrupción y los estropicios mayúsculos de su gobierno de la mano de la hostilidad abierta del Congreso y de los poderes fácticos hicieron muy precaria la vida política. Entre mayo y septiembre de 2022, un 70% a 63% (IEP) de la población pedía el fin de su mandato y la convocatoria de elecciones anticipadas.
Si en los ochenta se vaticinada que siempre se podía estar peor, la destitución de Castillo por parte del Congreso luego de una intentona golpista nos trajo un régimen que significó la caída del Perú en un orificio negro, uno que haría del horror, la suma incompetencia y la curtida descomposición moral su marca distintiva, más allá de lo visto en años recientes. Aunque más del 90% rechaza al régimen de Dina Boluarte, el Congreso encubridor y los poderes en la sombra la sostienen.
Así, a la grave recesión y la crisis de legitimidad se suma la sensación de vivir en un país cautivo. Si podemos ver “Reinas” con desahogo por la distancia que nos separa del primer gobierno de Alan García y del terror sembrado por Sendero Luminoso y las fuerzas del orden, no queda claro si hoy sabremos librarnos de la sombra nefasta de los Fujimori (tampoco de los Cerrón). En un país políticamente fragmentado, sin liderazgo ni visión de país que integre la diversidad nacional y nos convoque, esa tarea parece de momento muy lejana.
En “Reinas”, una película con méritos inobjetables a pesar de los ocasionales altibajos, Carlos Molina, el padre de las niñas, mitómano y algo saltimbanqui, nos deja con un sentimiento de fatalidad. Cuando el buen corazón no basta para enmendar el rumbo de la gente. Cuando él y el resto de peruanos se agotan física y moralmente en el recurseo como único horizonte posible.
Socióloga y narradora. Exdirectora académica del programa “Pueblos Indígenas y Globalización” del SIT. Observadora de derechos humanos por la OEA-ONU en Haití. Observadora electoral por la OEA en Haití, veedora del Plebiscito por la Paz en Colombia. III Premio de Novela Breve de la Cámara Peruana del Libro por “El hombre que hablaba del cielo”.