Reimaginar el Perú, por Daniel Encinas

Recordemos que somos un país que se reconstruyó luego de la invasión extranjera, sacudió las estructuras de poder basadas en la concentración de la tierra, dejó atrás a los dictadores militares y que derrotó el terrorismo y el desastre económico.

En 1950, el escritor mexicano Octavio Paz describió a los pueblos en transición como adolescentes atrapados en la búsqueda de su singularidad. Dicho de otro modo, todo país inevitablemente llega a momentos donde debe responder: “¿qué somos y cómo realizaremos eso que somos?”.

En Perú, ese momento es ahora. La imaginación política ha sido secuestrada por oportunistas y radicales que han dejado un vacío de respuestas convincentes a la interrogante sobre nuestra identidad como país y el rumbo que debemos tomar. Necesitamos una visión colectiva que reconozca nuestras falencias y, al mismo tiempo, celebre la resiliencia y creatividad peruanas para buscar salidas al laberinto nacional de obstáculos y desafíos.

Convengamos que la debacle nacional que enfrentamos se caracteriza por el desmantelamiento de las instituciones que, desde 2001, permitieron la convivencia democrática. En su lugar, no se ha implantado un proyecto político alternativo sino únicamente la arbitrariedad y el desorden. Han caído reglas fundamentales como la protección de libertades básicas y, al mismo tiempo, se han fortalecido los intereses informales e ilegales de la economía, exacerbando la distancia entre las decisiones políticas y las demandas ciudadanas.

Desde 2021, esta caída hacia el abismo ha sido acelerada por discursos extremistas. En las elecciones generales, tanto Pedro Castillo como Keiko Fujimori presentaron propuestas radicales. El primero promovió un discurso populista basado en una división maniquea entre una élite abusiva y un pueblo víctima de sus abusos. Fujimori, en cambio, ofreció implantar una “demodura” e imponer “la mano dura de madre”, revelando el racismo y clasismo de su campaña.

Como he escrito con Antonio Zúñiga, estas propuestas reflejan identidades nacionales de largo aliento que se contraponen en torno al lugar que deben ocupar los sectores históricamente marginalizados por diferencias étnico-raciales, culturales, socioeconómicas y territoriales. Para una de ellas, estos sectores son el sujeto nacional (el “verdadero” o “buen” peruano) que debe imponerse desde abajo sobre las élites; para la otra, en cambio, son sinónimo de atraso y deben ser disciplinados o, directamente, eliminados.

En otras palabras, las respuestas recientes en la esfera pública respecto a quiénes somos como país se basan en viejos instintos políticos, que lejos de crear una “comunidad imaginada”, han dividido aún más a nuestra sociedad. O, para ser más precisos, el extremismo solo ha servido para justificar el aprovechamiento de la cosa pública y los abusos de poder de los últimos tiempos. En ese sentido, pienso que Perú hace realidad esa conocida frase según la cual “detrás de cada extremista hay un oportunista”.

No es una casualidad que estos discursos no logren calar en la ciudadanía. Castillo, siempre impopular durante su presidencia, es hoy una figura casi insignificante en el quehacer político. Y Boluarte y sus compinches en el Congreso, quienes han materializado la plataforma fujimorista de segunda vuelta, son aborrecidos. Da igual cuánto se esfuercen en vociferar contra sus supuestos enemigos en el “caviarismo”. ¡A nadie le importa! Según una encuesta, dos tercios del país ni siquiera ha oído hablar sobre los “caviares”.

Lo que prima es un ánimo político deprimente. El informe del Barómetro de las Américas en 2021 ya advertía de “la existencia de un fuerte desencanto político en el Perú”. Recientemente, el mismo estudio reveló que el país registra los peores niveles de satisfacción con la democracia y la percepción más baja de protección de derechos políticos en el continente. No solo eso. La población que vivió más de cerca la intensidad de las protestas y la represión de fines de 2022 e inicios de 2023 ha incrementado su desconfianza hacia las instituciones.

O sea, es bastante evidente que necesitamos una narrativa alternativa a aquella que nos brindan los fanáticos y aprovechadores que deberían estar relegados a los márgenes de la política. ¿Cómo recuperar la imaginación política? En la introducción de “La Condena de la Libertad”, Paulo Drinot y Alberto Vergara señalan la importancia de mirarnos en el espejo del pasado y entender las acciones y errores que nos trajeron hasta la situación actual.

Siguiendo esta premisa, propongo que un vistazo rápido al conocimiento histórico contradice las simplificaciones de los discursos radicales y puede cambiar nuestra visión sobre el Perú.

Empecemos por las élites. Resulta innegable en el país observamos una vena autoritaria, jerarquías y dominación ejercidas de arriba hacia abajo. Al mismo tiempo, nuestras élites no son homogéneas y han cambiado con el tiempo. Algunas de ellas plantearon ambiciosos proyectos nacionales de corte inclusivo. Así lo evidencia la tradición republicana estudiada por Carmen McEvoy; los primigenios y meritorios esfuerzos por organizar el Estado sobre los que escribe Natalia Sobrevilla; y los múltiples “aspirantes a reformistas” que estructuran la historia de la corrupción de Alfonso W. Quiroz.

De la misma manera, victimizar al pueblo invisibiliza su trascendencia en los procesos nacionales. Los sectores subalternos no son meros sujetos de la historia, sino agentes que la crean y recrean. Por ejemplo, Cecilia Méndez rescata la voluntad de los campesinos en la rebelión monárquica en Huanta del siglo XIX, mientras que Charles Walker resalta las continuas luchas por lograr mayor inclusión desde abajo en distintos trabajos. Además, varios estudios muestran el papel de indígenas y campesinos a favor y en contra de la azotada senderista y su derrota.

Entonces, sin omitir las desigualdades sociales ni la innegable tendencia al desorden y el descalabro de nuestro país, este recorrido destaca la creatividad política que ha dado forma a nuestra resiliencia colectiva en múltiples ocasiones. Recordemos que somos un país que se reconstruyó luego de la invasión extranjera, superó las sucesivas guerras de caudillos, sacudió las estructuras de poder basadas en la concentración de la tierra, dejó atrás a los dictadores militares y otros autócratas y que derrotó el terrorismo y el desastre económico.

Viene a la mente el historiador Jorge Basadre cuando apuntó que, a pesar de todas nuestras falencias, “existe una vieja y bella tradición de decencia en el país”. A lo largo de más de 200 años, nos hemos levantado innumerables veces. Hoy necesitamos recuperar nuestra imaginación política con urgencia y salir del abismo una vez más. Toca reimaginar el Perú.

Daniel Encinas

El laberinto

Politólogo y candidato a doctor por la Universidad de Northwestern (Chicago, Estados Unidos), donde también se desempeña como miembro del equipo de ciencia de datos. Actualmente, es coordinador general del proyecto Puente para la difusión de información académica a través de redes sociales