Aquella tarde del invierno del 2001, cuando llegué a los camerinos del teatro Marsano, una hora antes de la función, ya estaba allí, Yola, maquillándose, conversando con sus coristas y bailarines que llegaban de a dos para ultimar los detalles de la presentación. Ya no eran burbujitos. Yola Polastri tenía, por entonces, 52 años, la misma edad que tengo hoy yo. Se echaba las sombras y yo recordaba, como hoy, los sábados por la mañana de mi infancia en los que mi madre me ponía, sacando el disco 45, “Mami de mis amores”, reclamando esa letra para sí, de alguna forma cediéndole un poco de su maternidad a la chica de la tele, que era como una mamá para todos, un medio para llegar a otras mamás, aunque nunca haya sido ella mamá biológica. Lo de menos, lo mágico. Así Yola era de todos y de nadie. Las demás mamás jóvenes se diluían en ella, en su figura. Respeto, admiración, rendición.
En el Marsano volví a recordar la extraña sensación, mezcla de envidia y antipatía que me generaban los burbujitos y burbujitas, niños y niñas que me parecían revejidos y envarados. Complejos míos. Yola se encaramaba por sobre ellos con dulzura y guapeza y nos transmitía el orden naif que penetraba y derrotaba nuestros pequeños demonios en formación. Allí tenía a Yola, otra vez frente a mí, luego de haberla entrevistado un día antes en su escritorio penumbroso de su casa de La Molina, otra vez sintiendo lo mismo, recordando lo mismo, hincando mi alma de niño ante ese ángel mujer que transitaba entre ser una madre y, sí, también una chica bonita que bien pudo ser la semilla del gustar romántico.
Vamos, no era Yolanda de Parchis, era Yola. "La Feria se Zepillín", "el telefonito", "La Gallina turuleca". Me mandé a contarle que un día mi padre, allá por el año 1976, se la había encontrado en un pub de San Isidro. Mi viejo y Yola habían compartido el mismo espacio-tiempo en la vida nocturna de la Lima pudiente post Velasco. Me imagino a Yola en sus veintes, en pleno ascenso, abrumada por la cantidad de hombres que se le acercaban, entre ellos, mi padre. “Mi hijo ve todos los días tu programa”, le dijo, tuteándola tímidamente antes de que Yola salga del bar. “Tiene muy buen gusto”, le respondió la chica de la tele al papá de un, guardando las enormes distancias, un futuro chico de la tele. Femme Fatal. A mi viejo la pareció un poco sobrada, a mí me valió madres, era mí Yola, no la suya.
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Yola seguía siendo Yola: la mamá, la chica linda, la miss de nido, al ángel, todo junto. “Qué divertido”, me dijo Yola, en su territorio íntimo. ¿Qué más me iba a decir? Ya habíamos dimensionado su papel en tantas vidas, más que en la tele, a secas. Porque Yola es mucho más que la chica de la tele, cualquiera sale en la tele. “Si quieres me puedes empezar a grabar saliendo al escenario, mira, está lleno, me dijo” en el Marsano. Cattone observaba extasiado: Habían como 500 personas, butacas llenas, mitad niños, mitad adultos. Justo por esos días, tenía el corazón “roto”, y fue Yola, de nuevo, quien recogió sus pedazos, lo compuso.
Esa tarde recogió los pedazos de todos los corazones que la habían ido a ver. Anacrónica, respecto de sí misma, pero, al mismo tiempo, una reina intacta, intocada. “Ecoo”, “Ecocoo”, Ecorocoo” y todo el teatro cantaba mientras salía, pero eran las voces de los padres las que se escuchaban. Los niños tarareaban, la empezaban a conocer, pero aún sin firmeza. Los padres, en cambio, la reconocían, regresionaban, volaban. Lágrimas or aquí, por allá. Experiencia mística, caracho. Yola se paseó por las filas que la miraban y en el último “Eco”, “Ecocoo”, “Ecorococo”, dirigió el micro hacia a mí, para que cante. Entonces canté. En un instante, como si el micro fuese su varita mágica, me convirtió en niño, sentí las mismas angustias, los mismos sueños, la misma dulzura. Fue como una hipnosis. Fue magia, era Yola Polastri, con el poder de un hada.
Extrañamente, este último día de la madre, colgué en mis redes un collage de fotos de mi mamá conmigo, desde chiquito, hasta poco antes de que muera. Es decir, desde los tiempos de Yola, hasta el 2009. No sabía qué canción ponerle, ¿Pink Floyd, Lenny Kravitz? No, Yola. Se me ocurrió a tiempo, “Mami de mis amores”, de fondo.
La voz de Yola, la mirada de mi madre, mi infancia, la letra. Lágrimas, risas, lágrimas, sonrisa, lágrimas, risa. Yola Polastri, quiero agradecerte, en vida, ser el referente intergeneracional que eres. El ícono, el símbolo, el emblema, por encima del bien y del mal. Todo eso has sido, eres y serás a tus 74 años. No te vayas aún, chica de la tele, Yola de mis amores.
René Gastelumendi. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.