Esta semana que se conmemoraba un año del fallido intento de golpe de Estado y del inicio del Gobierno de coalición, Ejecutivo y Legislativo, marcado por la apuesta autoritaria, la impunidad de sus miembros y su absoluta responsabilidad por la actual debacle institucional, un nuevo hecho grave engrosaba la lista de ataques de este régimen, y sus aliados, contra el Estado de derecho y la institucionalidad democrática en nuestro país: el ilegal indulto al reo Fujimori.
Fueron notorios los desesperados intentos de distraer la mirada del vergonzoso escándalo de corrupción en el Ministerio Público, cuyos tentáculos, según lo revelado, se extienden al Legislativo y otras instituciones del Estado, y de imponer en la agenda pública la discusión de un indulto, viciado en forma y fondo, otorgado en el año 2017, a partir, paradójicamente, del probado intercambio de votos por favores, como también se denuncia en el reciente escándalo.
Todo hacía pensar que se trataba de una cortina de humo, de las tantas ensayadas en los 90, sin embargo, el adelanto de opinión de tres de los miembros del Tribunal Constitucional (TC), cuya elección fue cuestionada por vicios en el proceso y su cercanía a operadores políticos interesados en la toma de esta institución, hacía presagiar que estaban dispuestos a ir más allá.
Y así fue, en un pronunciamiento ordenaron el desacato de lo establecido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) y, por tanto, el desacato de un tratado internacional y del marco constitucional vigente. A esta vergonzosa decisión se le sumó el Ejecutivo lo que le acarreará, inexorablemente, responsabilidades al Estado peruano.
Es así que asistimos con pavor al espectáculo mediático de la ilegal liberación del reo Fujimori, absolutamente carente, en su mayoría, de un encuadre con memoria histórica y que permitiera dar voz a los deudos de los casos que le merecieron al exdictador la condena por crímenes de lesa humanidad. Muy por el contrario, la cobertura nos recordó la enorme tarea, que como otras quedó pendiente tras la corta transición democrática y que como ciudadanía debimos exigir de los Gobiernos siguientes, de romper con el pasado de oprobio y asumir un firme compromiso con su rol social, de informar y formar opinión, y de afirmar los valores democráticos de la ciudadanía.
Un indulto ilegal para quien no ha asumido sus crímenes, ni ha pedido perdón por ellos y menos ha cumplido con la mínima obligación de pago de las reparaciones civiles es agraviante. Más aún, si pensamos que detrás de él hay un aparato político vigente, dedicado a la desinformación, el negacionismo y la posverdad que insiste, absurdamente, en su inocencia, en reescribir la historia sobre la base de mentiras y en lanzar el barro que los cubre sobre víctimas y opositores de la dictadura que le hicieron frente con valentía a un régimen criminal.
Ni olvido ni perdón.
¡La Cantuta y Barrios Altos no se olvidan!