¿Beber alcohol es el problema?

“Lo importante sería diferenciar e identificar lo realmente grave: la violación sexual presuntamente cometida por un congresista dentro de las oficinas del Congreso”.

El congresista Freddy Díaz fue suspendido por 120 días. La investigación de la Comisión de Ética inició por acusar al parlamentario de haber ingerido bebidas alcohólicas en su despacho junto a su trabajadora, quien lo denuncia por violación sexual. La sanción se centró especialmente en haber bebido alcohol (lo que admitió).

¿Es ese es realmente el problema? Lo importante sería diferenciar e identificar lo realmente grave: la violación sexual presuntamente cometida por un congresista que habría ocurrido dentro de las oficinas del Congreso contra una persona bajo su jerarquía.

Ahora que la defensa del congresista invocó además que el consumo de alcohol fue con otros parlamentarios, la opinión pública parece centrarse en si es correcto o no que los congresistas beban alcohol en el Congreso (sin recordar que probablemente más de uno/a ha compartido algún brindis en su centro de trabajo).

Al margen de que se considere o no sancionable la conducta, por las fotos hechas públicas, no da la impresión que se haya convertido al Parlamento en la cantina que algunos alegan. Y, si hay que generar una gradación, parece más contrario al orden público -y sin duda mucho más grave- que se sindique a un congresista por violar a su trabajadora que por hacer un brindis en un almuerzo o incluso tomar con otros parlamentarios en su despacho.

El error es equiparar ambas conductas como si fueran igualmente reprobables. Tomar alcohol en un centro de trabajo puede ser equivocado, pero ¿es lo mismo que obligar a mantener relaciones sexuales o forzar a que estas se produzcan cuando se encuentra inconsciente (peor aún si se ha puesto a la persona en dicho estado)?

Lo que más sorprende es cómo algunos no parecen encontrar diferencias en ambos cuadros y se pretende condicionar que deje el cargo únicamente al resultado del proceso penal y lo que este demore.

La nueva cruzada es tener los nombres de los congresistas que bebieron alcohol y hay mucha menos celeridad en identificar mecanismos posibles para que el congresista acusado afronte consecuencias de su conducta.

La acusación es por un delito, lo que excede la competencia de la Comisión de Ética, pero hay acusaciones constitucionales en trámite que no avanzan.

Al no tener inmunidad parlamentaria (que exigía autorización previa del Congreso), el Ministerio Público ya avanza con la investigación penal. Ahora, el Tribunal Constitucional ha establecido que las sanciones de destitución e inhabilitación (como consecuencia de un juicio político) deberían ser consecuencia de una condena penal y no previas a ella.

Sin embargo, es curioso cómo se olvidó esta exigencia para inhabilitar a excongresistas (el caso de Michael Urtecho es buen ejemplo) o a otros políticos. Resulta preocupante que se invierta más energía en saber quiénes ingirieron alcohol y no en debatir sobre si este caso justifica el posible empleo del juicio político frente a la gravedad de la conducta imputada.

Esa aparente falta de interés tiene también como probable sustento estereotipos sobre lo esperado de una mujer ante este tipo de situaciones, con la normalización de ciertas conductas. Recordemos las reacciones de los congresistas preocupados por su colega (y no por la denunciante) o que minimizaban la conducta.

Al final, se sanciona lo accesorio y no nos detenemos en lo esencial. Es el enfoque por el que para proteger el “orden público y las buenas costumbres” es mejor centrarse en prohibir tomar alcohol antes que sancionar la violencia contra otra persona.

El mismo que se niega a eliminar la “ley seca” (esa que prohíbe distribuir -no consumir- alcohol desde del sábado previo a la elección) dizque para votar mejor y no privilegia debatir la mejora de la oferta electoral. Esa que deja lo central y prioritario, por lo periférico y hasta cosmético.

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