La separación entre lo público y lo privado es siempre, o solo, una línea virtual que varía con la historia, o cuya variación narra la historia, la del plantea, de nuestro país, de cada una de nosotras. A veces la línea se ha desplazado tan radicalmente que ha ensombrecido casi de todo lo público. Fue el caso de la Edad Media temprana, cuando las invasiones de los guerreros germánicos desaparecieron las bibliotecas, los baños, los caminos, la moneda. Y no necesariamente lo privado floreció; de tanto estar a la defensiva, más bien fue subsumido por los linajes de la guerra. En todo caso, es ese trazo poroso el que filtra los intercambios entre esos universos siempre más conectados de lo que queremos admitir.
En los centros urbanos coloniales se expresaban las abigarradas jerarquías étnicas y económicas, y al mismo tiempo que ese theatrum mundi refundaba a diario al carnaval barroco; sucio, bullicioso, místico, de cuerpos desnudados por la inferioridad –de aquellos esclavizados, sobre todo–, y otros ataviados con la indumentaria de la fama, de la cual nunca podían estar seguros; como toda sociedad cortesana la reputación y sus halagos era efímera, abismal. El orden doméstico hablaba de lo mismo; patrones muy variados, pero siempre reuniones de desiguales, de mujeres, de siervos, de esclavos; del olor de los fluidos corporales. Las reformas borbónicas del siglo XVIII quisieron un cambio radical de esos patrones que empezaron a considerarse insalubres y antihigiénicos. La muerte empezaba a convertirse en una preocupación estatal. Pero una frustración tras otra decía de cómo no se podían desarraigar las verticalidades; no todas las mujeres serían unas madres educadas y cuidadosas, ni todos los esclavizados podían ir a la escuela. Ni en la casa ni en la calle la gente dejó de gritar; no bajó el volumen de la voz. El médico y viajero alemán Ernest Middendorf (1830-1908), con su inveterada sensibilidad burguesa, cuando caminaba por las calles de la capital republicana del Perú fruncía el ceño y quería taparse los oídos cuando escuchaba los animalescos, según él, sonidos que emitían los transeúntes y sus grandes bocas abiertas.
Las formas en que caminamos las calles y lo que observamos en ellas nos dicen todo el tiempo de nosotros, de quienes somos y de cómo son nuestras instituciones y de cómo nos tratan. Si nos fijamos en las veredas, de existir estas, vemos trazos caprichosos, arbitrarios, inconclusos, distintos relieves en poquísimos metros cuadrados; cuando no faltan huecos producto del descuido, del deterioro prematuro (cuando el proyectista falseó el presupuesto original); sus texturas también varían de un paso a otro. Es raro encontrarlas amplias y cómodas; muchas veces el asfalto trasgrede su existencia.
Si sabemos que los objetos materializan los vínculos, estamos pues desorientados y expuestos. Las veredas, los sardineles, las señales de tránsito, tienen pues un parecido de familia con nuestras leyes, sus autores y con los que no las cumplen si pueden.
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