Iglesia y sexo obligatorio

“El Código Civil de 1852, vigente en el Perú hasta 1936, establecía que el marido protegiera a la esposa y que esta lo obedeciera...”.

El Perú vivió sus primeras tres décadas republicanas sin Código Civil, y tanto demorarse los aturdidos civiles para terminar adoptando, tal cual, el derecho canónico para regular el matrimonio. El Código Civil de 1852, vigente en el Perú hasta 1936, establecía que el marido protegiera a la esposa y que esta lo obedeciera. Guardaba así una clara familiaridad con el espíritu vasallático propio de la tradición del Occidente cristiano y guerrero, donde la honra masculina se sustentó en los méritos militares –un aval explícito de la violencia– y la pureza sexual femenina. Las relaciones entre los cónyuges se impregnaban de servidumbre, y la mujer, inferior, debía servir al marido, superior. A diferencia del hombre, esta necesitaba el permiso de su cónyuge para comprometerse en contratos, y su aprobación para ejercer un oficio o negocio.

El adulterio masculino no era causal de divorcio para las mujeres; lo contrario sí: la monogamia era la femenina. La patria potestad, inspirada en el derecho romano –en aquel de corte más patriarcal, menos público–, era monopolio masculino. Además, conservaba la distinción entre hijos legítimos e ilegítimos, que ha exacerbado la desigualdad y el resentimiento en el Perú. De la recortada capacidad civil y política de las mujeres, se derivaban los obstáculos para estudiar y ejercer una profesión.

Recién a fines del siglo XX, en 1991, se aprobó en el Perú la ley que tipificaba la violación sexual en el marco del matrimonio como delito. Se trata de un avance tardío en la secularización de la cultura cívica y lo mismo en relación a un estado laico y sus calificaciones para regular y contener la violencia sexual. Tal evento hace pensar en lo que a primera vista puede parecer negligencia o pereza de los patriarcas, pero lo que es claro es que durante casi toda la vida en principio independiente, la regulación civil de la conyugalidad no se había sentido incómoda con la prescripción emanada del matrimonio como sacramento. Esta, surgida en Europa occidental en el siglo XII y corroborada en el Concilio de Trento en el siglo XVI que fue traída por la monarquía católica a los Andes, prescribía el débito conyugal, es decir, la obligación del cónyuge a acceder al requerimiento sexual del otro.

Las mujeres no podían negarse, era eso. Se trató de avalar su avasallamiento y el derecho de forzarlas contra su voluntad. El sexo reproductivo tiene también ese desconocer el deseo femenino. Además, no es difícil colegir que en una sociedad donde esa práctica, por lo menos en principio aplicable a la conyugalidad formal, quedase circunscrita a ese ámbito. Si el matrimonio pretendía ordenar la sociedad, todo el otro supuesto desorden no debió estar fuera de ese modelo violador canónico. Este, con su débito conyugal, propició la violencia sexual en el matrimonio y el sexo reproductivo, es decir, tosco y monótono. Desconocía el deseo secular de las mujeres: ser bien tratadas y disfrutar sin embarazarse.

La República

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