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Un semestre sin conexión

Tres estudiantes de universidades públicas narran sus dificultades para acceder a sus clases virtuales. Su mayor temor es perder el año académico.

Maycol Ccacyavillca (22), estudiante de contabilidad de la Universidad Nacional San Antonio de Abad del Cusco (UNSAAC), camina un kilómetro y medio desde su caserío hasta una loma a más de 4 mil metros de altitud para captar la señal de telefonía móvil y conectarse a sus clases virtuales. Algunas se prolongan hasta caer la tarde y tiene que seguirlas alumbrando con una linterna en medio de la intemperie.

Suhey Contreras (23), del último año de trabajo social, vive en la residencia de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y, a veces, tiene que hacer cola en la madrugada y esperar a que uno de los diez ordenadores de la única sala de cómputo del recinto se desocupe para escribir su tesis. No tiene una laptop o una tablet a la mano.

Clinton Gómez (21) sigue su clase de derecho civil acodado en un rincón del puesto de venta de verduras donde trabaja hasta doce horas diarias. El dueño le ha prestado su smarthphone para que no siga acumulando más faltas y pueda terminar el cuarto año de la carrera de derecho en San Marcos.

Mientras muchos universitarios siguen hoy sus clases virtuales desde la comodidad de sus hogares, Clinton, Maycol y Suhey pertenecen a ese grueso de jóvenes que no tiene un teléfono inteligente, ni una laptop, ni una computadora, ni conexión wifi para subirse al tren de la educación remota que, este año, debido a la pandemia, solo llevará algunos a concluir de forma satisfactoria su ciclo académico.

Clinton, que tiene un smartphone antiguo que se cuelga cuando navega en internet, tuvo que pedirle prestado el celular a un amigo para matricularse a sus clases en junio pasado. Fue optimista y se inscribió a nueve cursos, pero al poco tiempo, abandonó la mayoría, porque su padre, un mototaxista de San Juan de Lurigancho, enfermó de COVID y él tuvo que salir a vender mascarillas en los buses para mantener a la familia (ocupación que aún realiza).

Terminaba el día exhausto y hambriento, y doblándose de dolor por la gastritis. Algunas noches iba a la casa de una prima que le prestaba su laptop para conectarse a sus cursos vía Zoom. Ahí se quedaba hasta las diez de la noche, hora en que comenzaba el toque de queda. Entonces tenía que volver a casa corriendo, y muy alerta, por si se cruzaba con la Policía. Todo eso hacía para no echar por la borda su meta de convertirse en abogado.

“Creo que todo lo que estoy haciendo va a rendir frutos”, dice. De hecho, su hermano menor, a quien le costó ingresar el año pasado al programa de Ingeniería Ambiental de la UNI, no se matriculó este ciclo porque, al no tener celular, no se enteró de la convocatoria.

A 4000 metros

Si bien las universidades públicas repartieron chips con internet gratuito a los alumnos, para cubrir su necesidad de conectividad, esto no habría sido suficiente pues se olvidaron de los que no contaban con un teléfono apropiado como Clinton, o de los que no podían trasladarse a los puntos de distribución porque vivían en zonas alejadas como Maycol.

Al inicio de la pandemia, el estudiante abandonó el cuarto que alquilaba en la ciudad del Cusco y retornó a Chimpatocto Orccocca, la comunidad campesina donde viven sus padres, ubicada a cinco horas de su universidad. Debido a las restricciones de movilización se le hizo imposible recoger el chip al igual que muchos de sus compañeros. “Y los que intentaron trasladarse desde sus pueblos fueron retenidos por los militares”, comenta José Ramos, presidente de la Federación de Estudiantes de la UNSAAC.

Estirando el presupuesto familiar, Maycol tiene que recargar su celular con 20 soles que le alcanzan para tres días de clases. A comparación de Clinton, él sí cuenta con los aparatos tecnológicos para conectarse de forma remota, tiene una laptop, audífonos y un smartphone que compró cuando trabajaba como albañil en su tiempo libre. Su gran obstáculo es que la cobertura de telefonía e internet no llega hasta su pueblo. Razón por la que debe caminar una hora hasta una explanada donde llega la señal. Allí, en medio de bajas temperaturas y ventiscas, el aspirante a contador puede conectarse a sus clases a través del Google Meet.

“Llevo solo cuatro cursos. Tuve que salirme de uno por- que el profesor me obligaba a prender la cámara. Si lo hacía me quedaba sin megas” –dice el estudiante que, en el trajín de buscar una recarga, supone, se contagió de coronavirus, pero afortunadamente superó la enfermedad. “Pronto empezará la época de lluvia, los compañeros que reciben sus clases en los cerros temen que pueda caerles una descarga eléctrica, el año pasado varias personas murieron por esta causa”, comenta Ramos.

Perder el año académico significa para estos estudiantes extender su permanencia en la universidad, cuando lo que quieren es terminar la carrera, recibir una mejor remuneración y salir de la pobreza. Algunos son los primeros de sus familias que tienen educación superior.

Ángel Terrones, presidente de la Federación Universitaria de San Marcos - FUSM, dice que muchos están desertando por la falta de conectividad: “Hemos pedido al Consejo Universitario que nos den la opción de retirarnos de los cursos que no podemos llevar, pero hay facultades que no aceptan y los alumnos vamos a jalar”.

Wifi abierto

El periodo de exámenes parciales causó mucho estrés en la vivienda universitaria de San Marcos. Los sesenta residentes que allí viven tuvieron que turnarse las laptops de unos pocos compañeros. No pensaron usar una de las diez computadoras de la única sala de informática porque, a pesar de estar conectadas a internet, “no tienen ni cámara web, ni audífonos, ni micrófono, implementos necesarios para conectarse de forma remota, ¿así cómo podríamos dar nuestros exámenes?”, comenta la secretaria del gremio de estudiantes residentes, Suhey Contreras.

Así es que cada uno resolvió el problema buscando alguna señal de wifi abierta en la ciudad universitaria. Suhey captó una en la facultad de Letras y ahí, entre pasillos vacíos y fantasmales, dio su examen parcial. Este punto de conexión lo aprovecha también para seguir sus clases virtuales. “Muchos compañeros no recibieron los chips que repartió la universidad porque no estaban en el SISFHO”, reclama. Se refiere a que no figuraron en el padrón del Estado que registra a las personas en situación de pobreza, cuando muchos de sus compañeros provienen de familias pobres de provincia. Un vacío que, en su opinión, la universidad no se ha preocupado por remediar.

Suhey asegura que los residentes viven casi secuestrados en la ciudad universitaria porque no pueden salir a trabajar, por lo tanto, no pueden generarse ingresos para comprar una laptop de segunda mano o pagarse una línea telefónica con internet para llevar sus clases. Algunos están abandonando la residencia para sobrevivir afuera.

Sea prestándose una laptop, o subiendo un cerro, o cazando redes de wifi, estos universitarios no quieren perder el año.

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