Aldo Vásquez Ríos Vicerrector Académico de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. El 22 de julio de 2016, en las primeras horas de la mañana, a pocos días del término del gobierno anterior, Alberto Fujimori remitía por mesa de partes del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos un pedido de indulto. El planteamiento implícito, al margen de cualquier posibilidad de negociación soterrada, era el cambio del indulto por el cese de hostilidades de sus parlamentarios afines hacia las autoridades salientes. Aunque eran sus días finales de gestión, el gobierno no consintió en aquel intento. El gobierno actual, ante parecida oferta, concedió el indulto sustentándolo, más que en su ineludible carácter humanitario, en la necesidad de reconciliación nacional. Esta, sin embargo, habría exigido el concurso de todas las partes y, en primer lugar, de los familiares de las víctimas de los delitos que llevaron a prisión al indultado. La palabra ‘reconciliación’ ha quedado así vacía de contenido. Jürgen Habermas, uno de los filósofos más relevantes de nuestro tiempo, demanda como condición esencial para la edificación del consenso la buena fe. Ella supone la predisposición de las partes interesadas para una búsqueda honesta de la verdad y de un entendimiento compartido. Exige, además, la entereza moral suficiente para admitir que el argumento del contrario podría ser superior al propio y, por ello, asumirlo en su integridad. Comprensibilidad, verdad, sinceridad y justicia son las condiciones que validan el acuerdo. El consenso, en la concepción del último exponente de la Escuela de Frankfurt, no podría identificarse con la mera negociación, en la que cada parte busca sacar ventaja y en la que se otorgan prestaciones recíprocas sin consideración al interés común. No cabe por ello, tampoco, un consenso que excluya de todo intercambio a las partes involucradas. En el contexto del conflicto político peruano hemos andado en el camino exactamente inverso al que propone cualquier planteamiento racional. Más allá del indulto, somos testigos de cómo se reaviva la endémica tensión entre autoritarismo y democracia, que a casi doscientos años de los inicios de la república no hemos logrado resolver. La realización de los ideales republicanos supone un marco básico de entendimiento. Ese consenso implica la plena aceptación, por todos los actores de la vida pública, de las reglas propias del Estado de Derecho. Si de veras se quiere la reconciliación, las diferencias que nos enfrentan deben ser dirimidas en ese marco. El gobierno debe ser explícito en su voluntad de acatamiento de una eventual decisión adversa al indulto, por parte de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Debe también la mayoría parlamentaria, que ha celebrado la gracia presidencial, declinar en su postura hostil respecto del Ministerio Público y del Tribunal Constitucional. Y debemos todos, con audacia, reconocer que por encima de contingencias y de animadversiones hay un pueblo que aguarda y una promesa de la vida peruana todavía incumplida.