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Por más de tres décadas, el fujimorismo ha sido una constante en la política peruana. Sin embargo, lo que observamos hoy es el final de un proceso de “transformación estratégica”, que ha dado lugar a un nuevo fenómeno político: el Keikismo.
De cara a las elecciones del 2026, este fujimorismo reconfigurado no solo se presenta como un actor protagonista del proceso electoral, sino como un poder institucional consolidado que redefine las reglas del juego democrático.
Paradójicamente, desde las elecciones del año 2011, Fuerza Popular nunca ha tenido tan pocos congresistas y, al mismo tiempo, ha logrado acumular tanto poder. En 2016, con 73 escaños, el fujimorismo parecía haber alcanzado la cumbre de su predominio congresal, pero en ese entonces carecía de control sobre otras entidades.
Hoy, con una bancada más reducida, ha logrado dirigir a discreción el Parlamento, influir decisivamente en el Poder Ejecutivo y extender su esfera de control a órganos constitucionales autónomos como el Tribunal Constitucional, la Junta Nacional de Justicia, la Contraloría, la Defensoría del Pueblo y el Ministerio Público.
Esta arquitectura de poder no se basa en la cantidad de votos de la bancada fujimorista, sino es resultado de al menos dos elementos vinculados al rol de este partido en el actual periodo congresal. En primer lugar, se encuentran los cambios constitucionales que han inclinado la balanza del poder a favor del Parlamento, los cuales fueron impulsados desde la Comisión de Constitución liderada por Fuerza Popular.
Este nuevo diseño fue apoyado por la mayoría de los parlamentarios que compartían el objetivo de dar predominio al Congreso frente a los otros poderes del Estado y, al mismo tiempo, han buscado aprovechar la nueva situación para obtener beneficios particulares. En segundo lugar, están las “capacidades parlamentarias” sustantivamente superiores que ha mostrado el bloque liderado por Keiko Fujimori en relación con el resto de grupos políticos (conocimiento de los mecanismos legislativos, operadores experimentados, disciplina de la bancada, política de alianzas, entre otras), lo que les permite manejar la agenda parlamentaria casi a voluntad, negociando concesiones políticas y favores administrativos con los distintos grupos.
No obstante lo indicado, esta hegemonía congresal no solo es mérito de Fuerza Popular. Los avances logrados por el Keikismo en el último periodo también han sido posibles gracias a la presencia de Pedro Castillo y Dina Boluarte, cuyas decisiones políticas a la cabeza del Poder Ejecutivo abrieron la puerta al actual statu quo.
Si Fuerza Popular ha logrado un alto nivel de control del Parlamento, esto también ha ocurrido con Keiko Fujimori y su partido, que es ahora más suyo que nunca.
La figura de Keiko Fujimori se ha consolidado como la única referencia del fujimorismo. Figuras históricas como Martha Chávez y Alejandro Aguinaga, otrora leales al expresidente Alberto Fujimori, hoy orbitan alrededor de la lideresa y responden a las líneas políticas que ella define.
El partido ya no es una coalición de nostalgias noventeras con un faro ubicado en la DIROES, sino una maquinaria disciplinada que responde a una sola jefatura. A su vez, el papel de Kenji Fujimori, quien en algún momento era visto como una posibilidad de cambio, ha quedado circunscrito a las redes sociales y a servir como rostro amable al cual recurrir en tiempos de campaña.
Esta centralización del liderazgo ha permitido una cohesión interna difícil de encontrar en otros grupos: Fuerza Popular es el partido con el mayor número de políticos con experiencia parlamentaria que permanecen en la agrupación (de 71 elegidos por este partido desde el 2011, 67 siguen siendo militantes) y, al mismo tiempo, es un partido que apuesta por promover como candidatos a cuadros propios en lugar de integrar figuras externas. La plancha presidencial de Fuerza Popular para el 2026 es otra muestra de esta lógica de poder. Keiko Fujimori está acompañada por Miguel Torres y Luis Galarreta, dos militantes y operadores parlamentarios con experiencia y lealtad probada durante la última década.
En el caso de Torres, es hijo de uno de los principales juristas del fujimorismo de los años 90 y ocupa el cargo de subsecretario general del partido, mientras Galarreta es otro de los exantifujimoristas conversos y actual secretario general.
Uno de los mayores desafíos para los partidos peruanos es el financiamiento de las actividades políticas. Los opacos mecanismos a los que recurren los partidos para obtener recursos han llevado a varios líderes, entre ellos Keiko Fujimori, a la cárcel y a enfrentar procesos judiciales.
En el caso del fujimorismo, este problema se ha resuelto parcialmente gracias al financiamiento público, que le garantiza una caja permanente para operar políticamente. Esta ventaja le permite “contratar” los servicios de algunos de sus partidarios, movilizar bases y mantener una presencia territorial mínima.
Un ejemplo de ello es la Escuela Naranja, que más allá de presentarse como un espacio de formación, se trata, sobre todo, de una iniciativa política tendiente a contrapesar las narrativas de sus rivales políticos contando “su propia versión de la historia”. Lo mismo puede decirse de la iniciativa de formación de jóvenes impulsada por Rosángela Barbarán en varias regiones del país.
Por supuesto, ello no significa que, para llevar adelante la campaña electoral, el fujimorismo no recurra a los mecanismos informales habituales para acceder a fondos del sector privado, más en un contexto en el que la regulación ha sido modificada para eximir de responsabilidades penales a los partidos políticos.
Otro aspecto que cabe resaltar es la manera cómo desde el Congreso, sin necesidad de ocupar un escaño, la lideresa fujimorista ha logrado controlar la agenda legislativa, negociar alianzas y condicionar al Poder Ejecutivo. De esta manera, Keiko Fujimori ha logrado ejercer un papel de gobierno sin asumir formalmente ningún cargo público. A su vez, mientras varios expresidentes enfrentan prisión preventiva o deben cumplir restricciones como resultado de sus procesos judiciales, y otros líderes de partidos políticos también afrontan sus propias investigaciones, Keiko Fujimori ha logrado que el Tribunal Constitucional la exima de ser procesada.
Esta decisión no solo la libera jurídicamente, sino que le permite reconfigurar su estrategia política individual: ya no necesita postular al Senado para alcanzar la ansiada inmunidad. Esta circunstancia, además, le otorga mayor libertad para diseñar su campaña y fortalecer su liderazgo sin estar sujeta a condicionamientos judiciales.
Durante los últimos años, varias de las decisiones de Fuerza Popular han ido enterrando gradualmente aspectos esenciales del legado político de Alberto Fujimori.
El más llamativo ha sido el retorno del Senado, que significó el desmantelamiento del unicameralismo, una de las reformas emblemáticas de los años 90. Por otro lado, la disciplina fiscal, otro pilar del modelo fujimorista, ha sido abandonada en favor de una lógica más pragmática y populista.
Es cierto que del modelo original quedan vigentes algunos temas relevantes como la política de “mano dura” y la memoria de lucha contra el terrorismo, pero en todo caso, ello indica que el Keikismo fujimorista ya no se ve a sí mismo solo como un custodio del pasado, sino como arquitecto de un nuevo orden.
A pesar de todas estas ventajas, el fujimorismo enfrenta en las elecciones del 2026 su mayor reto desde la caída de Alberto Fujimori. Ya no ostenta la hegemonía ideológica en la derecha: han surgido competidores como Rafael López Aliaga, Carlos Álvarez o Phillip Butters que no solo le disputan el electorado, sino que no se inhiben de atacar abiertamente a Keiko Fujimori.
Asimismo, cada vez es más débil el recuerdo de los años 90, especialmente en un tema que siempre fue la principal fortaleza política del fujimorismo: el orden y la seguridad.
La figura de Alberto Fujimori como garante del orden ha sido desplazada por el modelo de Nayib Bukele, cuya narrativa de mano dura frente a la inseguridad ciudadana ha capturado la imaginación de sectores conservadores. Algo similar ocurre en el lado de la economía y la crítica anti Estado, donde el discurso de Javier Milei hace palidecer el recuerdo de las reformas fujimoristas. Además, el Keikismo carga con su propia mochila por el desgaste institucional. Su manejo del Congreso, junto a sus aliados de izquierda y derecha, ha generado un amplio rechazo ciudadano por el ejercicio arbitrario del poder legislativo. Fuerza Popular es identificada como la principal responsable de la crisis política actual, lo que erosiona su legitimidad ante el electorado y aleja a sus tradicionales aliados.
En efecto, un sector importante de la derecha empresarial y el establishment ya no son seguidores incondicionales del fujimorismo y, desde hace varios años, Keiko Fujimori encabeza la lista de figuras que deberían retirarse de la política, según las encuestas de Poder que realiza la revista Semana Económica.
A ello se agrega que sus derrotas sucesivas en segunda vuelta han consolidado la percepción de que no puede ganar una elección presidencial, lo que la convierte en una apuesta prácticamente perdida y en un obstáculo para el surgimiento de otras opciones de derecha. No obstante, las características del actual proceso electoral (fragmentación de la oferta, escasa adhesión de las candidaturas, techo electoral más bajo que nunca, etc.) todavía le otorgan una chance.
Finalmente, su rol en el Congreso —promoviendo vacancias contra Pedro Castillo, defendiendo a Dina Boluarte para evitar el adelanto electoral, junto a las reiteradas maniobras para controlar otras entidades y el blindaje a parlamentarios con graves cuestionamientos—, así como su negativa sistemática a reconocer sus derrotas electorales, han reforzado la imagen de Keiko Fujimori como una lideresa sin credenciales democráticas.
Como vemos, el Keikismo ha alcanzado una sofisticación institucional poco común en el Perú: electoralmente competitivo, institucionalmente dominante y jurídicamente blindado.
Su capacidad para articular poder sin depender de mayorías legislativas absolutas, su control de órganos clave y su liderazgo unipersonal lo convierten en un actor preponderante. Sin embargo, enfrenta una situación paradójica: cuanto más poder acumula, más rechazo genera.
Las elecciones del 2026 serán no solo una simple contienda entre partidos políticos, sino sobre todo una prueba para el deteriorado sistema democrático peruano y su capacidad para generar contrapesos frente a una fuerza que ha aprendido a gobernar desde los pasillos del Congreso.
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