Profesor visitante en el departamento de economía de la PUCP
Los peruanos solemos celebrar —como en la famosa canción “Mi Perú”— la extraordinaria riqueza natural del país: “ricas montañas, hermosas tierras, risueñas playas, fértiles valles, cumbres nevadas, ríos y quebradas”. Esa enumeración forma parte de nuestro orgullo cotidiano. Pero cada uno de ellos encierra también una amenaza que se vuelve real cada cierto tiempo: huaycos, deslizamientos, sequías, sismos, friajes, inundaciones, tsunamis, embalses, erupciones y lahares. Muchos de estos eventos se han intensificado con el cambio climático, un fenómeno frente al cual el Perú figura entre los países más expuestos del planeta. Según el Centro Nacional de Estimación, Prevención y Riesgo de Desastres (Cenepred), en tan solo diez años (2013 y 2023) se produjeron 53,387 emergencias debidas a fenómenos naturales, entre las que destacan las ligadas a fenómenos climáticos y 13,274 emergencias inducidas por la acción humana, principalmente incendios urbanos. Y como si no bastara, la pandemia de la COVID-19 —con cerca de 213 mil fallecidos entre 2020 y 2021— dejó en evidencia, de forma brutal, nuestra vulnerabilidad colectiva.
Pero entre todos los riesgos, los sismos son los más peligrosos. No solo por su intensidad, sino por su imprevisibilidad. Ubicado en la “cintura de fuego” del Pacífico, el país concentra el 80% de los sismos que se registran en el mundo. En Lima, la microzonificación sísmica realizada por el CISMID muestra que las zonas más vulnerables —por la calidad de sus suelos— se encuentran en los conos. En particular, en el sur (Villa El Salvador, San Juan de Miraflores) y en el norte (Ventanilla, partes de Comas, San Juan de Lurigancho, Independencia, entre otros). En contraste, los distritos de la “Lima moderna” se asientan, salvo La Molina, en suelos menos sensibles.
La vulnerabilidad no se reduce a una mayor exposición al riesgo; es también social y económica. Y en el Perú, empieza por la forma se construyen las viviendas. Según la enaho 2024, en las zonas rurales, la autoconstrucción es prácticamente la regla: casi ninguna vivienda cuenta con permiso o respaldo profesional. Incluso en Lima, menos de un tercio de las casas tuvo licencia, y apenas el 27.3% se levantó con asistencia técnica y ello varía según áreas de ingreso: 44.4% en los distritos de estratos bajos, 31.9% en los medios y 9.6% en los altos mientras que en el resto de ciudades el 20% tuvo licencia y el 14.9% asistencia técnica. Así, según el Cenepred en caso de un sismo de magnitud 8.8 en la costa central, alrededor de 7 millones de limeños y chalacos, es decir, el 76%, enfrentarían un nivel de riesgo muy alto.
Adversidades y pobreza
En 2024, un poco más de un cuarto de la población (27.5%) sufrió al menos un choque adverso. Los más comunes fueron los relacionadas con eventos climáticos que afectan la agricultura (8.2%), seguidos de enfermedades o accidentes de algún miembro del hogar (9%), y la pérdida de empleo o quiebra del negocio familiar (8.1%). En el área rural predominan los choques climáticos (23.8%), inevitables para familias cuya economía depende de la agricultura. En las ciudades, son el desempleo y las enfermedades los que tienen mayor incidencia. En Lima, la pérdida de empleo y el cierre de negocios en 2024 afectó a 13.3% de los hogares. Considerando la incidencia según nivel de pobreza, la diferencia es menor de lo que se podría suponer: 29.5% en hogares pobres y 26.9% en no pobres. En lo rural, incluso, los no pobres son quienes resultan más golpeados, posiblemente porque poseen mayor cantidad de tierras expuestas al clima.
Muy pocos hogares salen indemnes ante un choque adverso. Para casi tres de cada cuatro (73.6%) los ingresos disminuyeron, un 8% tuvo pérdidas de patrimonio o de bienes, un 13.3% perdió ingresos y patrimonio y tan solo 5.1% no sufrió ningún efecto producto del choque adverso.
Una mayor proporción de urbanos que rurales sufre una pérdida de ingresos (76.1% vs 67.6%); mientras que los rurales pierden sus bienes y patrimonio más frecuentemente que los urbanos (9.1% vs 7.5%), también son proporcionalmente más en perder simultáneamente ingresos y patrimonio (19.8% vs 10.6%). Aunque un porcentaje similar de hogares pobres y no pobres enfrentan eventos adversos, la verdadera brecha aparece cuando se analiza las consecuencias del impacto. Lo que los diferencia es que Los hogares pobres ven, con más frecuencia que los no pobres, cómo ingresos y patrimonio se esfuman simultáneamente (15.4% vs 12.7%).
Las respuestas ante los choques también dependen de los recursos disponibles. En 2021, en pleno impacto de la pandemia, muchos hogares tuvieron que gastar ahorros (40.5%), disminuir consumo (22.1%), endeudarse (11.8%), conseguir otro trabajo (18.3%) o recurrir al apoyo familiar (28.5%). Un 15% recibió ayuda del gobierno. Las diferencias por nivel de pobreza reflejan crudamente la desigualdad: casi la mitad (45%) de los pobres extremos dependieron de ayuda de familiares, mientras que 38.5% de los vulnerables y 47.8% de los no pobres y no vulnerables pudieron recurrir a sus ahorros. Para todos los grupos, la disminución del consumo fue una respuesta inevitable. Para algunos, el impacto fue un golpe duro pero manejable; para otros, una pared sin salida.
En 2024, el panorama cambió: el apoyo familiar casi desapareció, así como la ayuda del Estado. Subió, en cambio, el número de hogares que “no hizo nada”, reflejo quizá de la menor intensidad de los choques. La respuesta predominante fue usar ahorros y, en segundo lugar, recortar consumo. El acceso al crédito sigue siendo bajo para todos, lo que muestra un sistema financiero poco preparado para acompañar a los hogares en situaciones de crisis.
Si los hogares presentan moderadas diferencias en cuanto a la incidencia de eventos adversos, al tipo de impacto o los tipos de respuesta, lo significativo es la brecha en la capacidad de recuperar ingresos y lograrlo en menos de un año: los no vulnerables siempre ven una salida más rápida que los vulnerables y los pobres. Durante la pandemia, casi la mitad (49.6%) de los pobres extremos considera que la pérdida sufrida no tiene solución, proporción que disminuye a 32% en los pobres no extremos y 27.6% para los vulnerables no pobres. Solamente uno de cada cinco de los no pobres y no vulnerables consideró que no tenía solución. En 2021, las expectativas de solucionar la caída de ingresos en menos de un año siguieron el mismo patrón creciente (6.8%, 12.9%, 16.2% y 20.8% para pobres extremos, pobres no extremos, vulnerables no pobres y no vulnerables). Aunque desde 2021 estas expectativas han mejorado, no han vuelto a niveles pre-pandemia.
Todo esto nos lleva a una conclusión: no existen catástrofes “naturales”. Lo que hay son catástrofes sociales. Un mismo evento puede tener efectos radicalmente distintos según la vulnerabilidad previa de cada hogar. Y esa vulnerabilidad es la combinación de tres factores: la capacidad de reducir la exposición a los eventos, la posibilidad de mitigar su impacto y, finalmente, la rapidez para recuperarse. Allí se juega, en buena medida, la desigualdad en el Perú: no solo en los ingresos, sino en la fragilidad cotidiana frente a un país donde la naturaleza es tan generosa como impredecible.