La Primera Sala Constitucional de Lima ha resuelto no acatar una orden del Tribunal Constitucional (TC) que disponía suspender un proceso judicial en curso. La Sala en mención ha considerado que el máximo intérprete de la Constitución no puede interferir en las funciones propias del Poder Judicial ni revisar causas pendientes.
La decisión ha provocado un intenso debate institucional. Por un lado, podría parecer un acto de insubordinación frente al órgano que encarna la supremacía constitucional; sin embargo, en el fondo expresa una defensa de la independencia judicial frente a un pronunciamiento del TC que excede sus competencias. La Sala ha advertido que la medida del Tribunal vulnera el propio orden jurídico y, con ello, el principio esencial del Estado de derecho.
Resulta preocupante hasta qué punto la autoridad de la ley —y no la de quienes la administran— se halla en entredicho. Este episodio es la consecuencia previsible de un Estado en el que los poderes públicos convierten el derecho en un campo de batalla y lo subordinan a sus conveniencias. Ello genera alarma, porque revela un retroceso en las garantías legales que protegen a los ciudadanos: una democracia no es otra cosa que la sujeción de todos, sin excepción, a la norma.
En un Estado constitucional, la fuerza de los votos, ni de un Congreso ni de un tribunal, puede sustituir el imperio del derecho. La legitimidad proviene de persuadir mediante razones fundadas en la Constitución.
Ante esto, vale la pena traer al recuerdo un antecedente aleccionador. En 1997, el Congreso fujimorista destituyó a tres magistrados del Tribunal Constitucional por haber sostenido que la re-reelección presidencial era inconstitucional. Hasta entonces, fue el momento más oscuro del sometimiento del TC al poder político, cuando la Constitución se redujo a un instrumento de conveniencia de un régimen autoritario. Entonces, como ahora, no se trataba solo de proteger a una persona, sino de consolidar un orden de poder que se amparaba en la legalidad para vaciarla de contenido.
Hoy, el riesgo se repite bajo nuevas formas. El TC debe observar el reclamo de los jueces, legítimo en tanto se ampara en la Constitución y no en tesis políticas, como sucedió en su sentencia. La defensa del Estado de derecho exige que todos los poderes —sin excepción— reconozcan los límites que la carta magna les impone.
El Perú no puede tolerar más que la justicia se transforme en un escenario de poder. La independencia judicial y la supremacía constitucional son dos pilares inseparables. Ignorar esa verdad sería repetir los abusos del pasado bajo el disfraz de una nueva legalidad que hoy amenaza con desmantelar la poca institucionalidad que sobrevive en el país.