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Quo vadis, Palestina?, por Sebastien Adins

Mientras persista el statu quo, la Autoridad Palestina seguirá siendo, en palabras de Rashid Khalidi, “un bantustán fragmentado bajo el control último de Israel, con supervisión financiera y de seguridad de Estados Unidos y sus aliados árabes y europeos”. 

Con la firma del acuerdo entre Hamás e Israel el pasado 9 de octubre, y la posterior cumbre de Sharm el-Sheikh, pareciera cerrarse un ciclo de extrema violencia de dos largos años. Las imágenes de la liberación de los últimos rehenes israelíes y de los 1,950 presos palestinos tuvieron un fuerte impacto simbólico, evocando un instante de alivio tras una etapa de muerte, devastación e impotencia.

Sin embargo, más allá del discurso de Trump sobre una “paz y prosperidad duraderas” en Medio Oriente, por ahora, el acuerdo representa solo un alto al fuego. Su sostenibilidad dependerá de la capacidad de las partes –y de la comunidad internacional– para transformar este impulso en un proceso político más amplio que aborde las causas estructurales del conflicto.

Antes de esbozar algunos escenarios, conviene detenerse brevemente en la magnitud de la última guerra. En primer lugar, el saldo mortal entre los palestinos –unas 67 mil víctimas– ha sido el más alto desde el final de la Primera Guerra Mundial, superando incluso las cifras registradas durante la Nakba de 1948 o la ofensiva israelí contra la OLP en Líbano de 1982. Más del 90 % de las unidades de vivienda en la Franja de Gaza han quedado destruidas o dañadas, lo que ha provocado el desplazamiento de la gran mayoría de la población.

A su vez, el impacto psicológico, especialmente entre los menores de edad –casi la mitad de la población gazatí–, recién empezará a manifestarse con claridad en los próximos meses y años. Del lado israelí, unas 1,600 personas han perdido la vida –el mayor número de víctimas desde la independencia–, mientras que unos 250 mil llegaron a ser desplazados desde octubre 2023, no solo en la cercanía de Gaza, sino también en la frontera con el Líbano.

Tras el cese al fuego y el restablecimiento de la ayuda humanitaria, según el acuerdo de Trump, se crearía una fuerza internacional de estabilización para garantizar la seguridad y entrenar a una fuerza policial palestina. Mientras Estados Unidos se limitaría a funciones de coordinación y apoyo logístico, dicha fuerza estaría formada principalmente por países como Egipto, Jordania, Turquía, Indonesia y Estados árabes del Golfo. Además, se establecería un comité transitorio “apolítico” de palestinos y expertos internacionales, encargado de la provisión temporal de servicios públicos y la gestión municipal. Este comité quedaría supervisado por una “Junta de Paz” presidida por Trump, entre otros mandatarios, que se ocuparía de gestionar la financiación para la reconstrucción de Gaza.

Si bien los líderes de Hamás –aunque no necesariamente todos sus combatientes– afirman estar dispuestos a desarmarse, primero exigen el retiro total de Israel de la Franja de Gaza –que aún controla un 52 % del territorio– y la entrega del poder a un gobierno (interino) palestino, y no a alguna administración extranjera. Apenas días después del cese al fuego, la milicia volvió a reaparecer en la vida pública de Gaza –e incluso ejecutó públicamente a algunos de sus detractores–, aparentemente con el aval de Trump, para evitar un vacío de poder que podría ser aprovechado por los diversos clanes criminales que operan en la Franja.

En efecto, sin grandes esfuerzos de estabilización y reconstrucción, Gaza podría convertirse en una versión reducida de un estado fallido. Por ello, será crucial que la comunidad internacional, comenzando con los Estados del Golfo y Europa, traduzca su apoyo verbal al plan en un respaldo tangible.

En cuanto a Israel, como era de esperar, la liberación de los rehenes ha sido presentada como una victoria del actual gobierno de Netanyahu. Al mismo tiempo, ha quedado claro que la dinámica de guerra provocó un congelamiento temporal de la profunda polarización en la sociedad israelí y permitió la supervivencia de un frágil gobierno de coalición. En este contexto, no sorprendería que, en su intento de congraciarse con los sectores más radicales de la coalición, Netanyahu vuelva a poner trabas en temas como el desarme de Hamás –requisito previo a su retiro militar integral o cualquier acuerdo político–, el eventual exilio de sus líderes o las condiciones del retiro del ejército israelí de Gaza. Conviene recordar que Israel tampoco ha cumplido con el acuerdo suscrito con Hezbollah en 2024, que incluía el retiro total de sus tropas del sur del Líbano.

Más allá de la coyuntura política en Israel, y pese al evidente fracaso en prevenir un atentado terrorista de la magnitud del 7 de octubre de 2023, resulta poco probable que el Estado judío modifique sustancialmente sus políticas hacia los palestinos. Todo indica, por el contrario, que continuará la colonización de Cisjordania y el acoso sistemático a sus habitantes. Debe subrayarse, además, que la violencia intencionalmente desproporcionada e indiscriminada ejercida por las fuerzas armadas israelíes contra la población civil gazatí no constituye una excepción, sino que responde a una doctrina militar –la Doctrina Dahiya– orientada a “disuadir” futuros ataques de grupos armados.

Por otra parte, la limpieza étnica, manifiesta tanto en Gaza como en Cisjordania, ha sido un componente estructural del sionismo desde sus orígenes a fines del siglo XIX como proyecto colonial. Ahora bien, sin mayores cambios en la política israelí, solo será cuestión de tiempo antes de que surjan nuevas milicias –o se reconfiguren las existentes– capaces de desafiar la seguridad del Estado de Israel.

Finalmente, ¿qué quedó de la solución biestatal? Aunque los últimos párrafos del acuerdo de Trump aluden vagamente a la autodeterminación y estatalidad palestinas, así como a un eventual diálogo para “acordar un horizonte político”, el gobierno de Netanyahu ha rechazado reiteradamente la creación de un Estado palestino con verdadera soberanía. Por lo demás, ha quedado claro que, históricamente –más allá de Trump–, Washington nunca actuó como un mediador imparcial en Medio Oriente, mientras que, para la mayoría de los Estados árabes, la cuestión palestina conserva, en el mejor de los casos, un valor meramente discursivo.

No puede descartarse que, una vez desaparecidas las imágenes de Gaza de los noticieros, la indiferencia vuelva a imponerse en la comunidad internacional. Y es precisamente esta apatía –o complicidad abierta, en algunos casos–, sumada a la intransigencia israelí y a las divisiones internas palestinas, lo que explica por qué el conflicto palestino-israelí se ha prolongado durante tantas décadas. Mientras persista el statu quo, la Autoridad Palestina seguirá siendo, en palabras de Rashid Khalidi, “un bantustán fragmentado bajo el control último de Israel, con supervisión financiera y de seguridad de Estados Unidos y sus aliados árabes y europeos”. Ojalá que el futuro sea, al fin, más generoso.