Abogado y Magister en derecho. Ha sido ministro de Relaciones Exteriores (2001- 2002) y de Justicia (2000- 2001). También presidente...
Se evoca esta semana, como es usual, el heroísmo de Miguel Grau y los marinos peruanos en el combate de Angamos del 8 de octubre de 1879. Heroísmo, sí, pero no solo eso: también gallardía y un sentimiento generoso de patria más allá de la batalla. Como uno de los preclaros integrantes del alto mando de la Marina peruana, su gallardía y condición de hombre honorable son respetadas allende las fronteras nacionales, como se sabe.
La propia historiografía chilena recoge la caballerosidad y decencia del almirante Grau. El 21 de mayo de 1879, en la rada de Iquique, se enfrentó a la corbeta Esmeralda, de bandera chilena, a la que hundió, mientras su capitán, Arturo Prat, saltó al abordaje del Huáscar y murió en su cubierta. Grau tuvo entonces el gesto humanitario de recoger a los marinos chilenos que corrían el peligro de ahogarse en el mar, y luego siguió hacia el sur.
Recogió también los restos y pertenencias del almirante Prat —incluida su espada— para hacérselas llegar a su viuda en Chile. Gesto que ella le agradeció por escrito, con aprecio y afecto:
“…con la hidalguía del caballero antiguo, se digna usted acompañarme en mi dolor, deplorando sinceramente la muerte de mi esposo, y tiene la generosidad de enviarme las queridas prendas que se encontraban sobre la persona de mi Arturo, prendas para mí de un valor inestimable por ser, o consagradas por su afecto, como los retratos, o consagradas por su martirio, como la espada que lleva su adorado nombre”.
Así como las historiografías chilena y peruana rescatan ese gesto de Miguel Grau, esa misma historiografía ha soslayado el oscuro episodio en el que, antes de la Guerra del Pacífico, el gobierno de Mariano Ignacio Prado sentó en el banquillo de la justicia militar peruana —en un gesto infame— a los “cuatro ases” de la Marina peruana. En los numerosos tomos de la Historia de la República o de la Historia de la Marina este episodio ocupa menos de una página, en una especie de “historia omitida”.
Miguel Grau y, con él, los almirantes Aurelio García y García, Manuel Ferreyros y Lizardo Montero, fueron víctimas, entre 1866 y 1867, de un escandaloso proceso penal en un Consejo de Guerra, nada menos que por “traición a la patria”, entre otros delitos. Estuvieron privados de libertad en la isla de San Lorenzo, frente al Callao, y procesados por cerca de un año.
¿Su “delito”? Haber encarnado el verdadero sentido de patria y dignidad nacional al oponerse frontalmente a la patética decisión del gobierno de Prado, en 1866, y de su ministro de Guerra, Pedro Bustamante —principal instigador del proceso—, de designar al comodoro estadounidense William Tucker como jefe de la escuadra naval peruana.
Y Tucker, por cierto, no era un Napoleón Bonaparte ni un Lord Nelson, sino un gris comodoro estadounidense que había sido oficial de las huestes racistas del sur en la guerra de Secesión de su país. Además de venir del bando racista —y derrotado—, había sido expulsado de la Marina estadounidense en 1861.
Los dignos oficiales de la Marina peruana se resistieron a ser comandados por ese personaje, designado por Prado en un patético y lamentable paso. Esto fue seguido por su prisión y por un infame proceso por insubordinación, deserción y “crimen de lesa patria”, que tuvieron que padecer. ¡Nada menos!
Las brillantes defensas de sus abogados ante el tribunal militar precisaron los hechos y conceptos fundamentales, semejantes a los contemporáneos sobre el recto concepto de la disciplina militar, distante de la “obediencia ciega”, que no hace distingos cuando se trata, por ejemplo, de cumplir —o no— órdenes de cometer graves violaciones de derechos humanos o de afectar medularmente a la propia institución militar (como ponerla al mando de un mercenario extranjero).
El abogado de García y García, su hermano José Antonio, expresó en el Consejo de Guerra, por ejemplo, que “…no hay necesidad de mercenarios que nos guíen en la guerra con España…”, y confrontó “la incalificable conducta de nuestro gabinete, que atropellaba y desdeñaba a la Marina nacional” al designar al estadounidense.
Luciano Benjamín Cisneros, abogado de Grau, expresó con fulminantes conceptos que “llamar criminal al patriota, reo al vencedor, traidor al héroe, es no solo trastornar el sentido natural de las cosas, sino dar la más triste idea del país donde tales aberraciones se realizan”, y que no es “delincuente quien procede libremente obedeciendo las inspiraciones del patriotismo”.
Al culminar el proceso judicial, no le quedó al Consejo de Guerra otra opción que absolverlos. Pero la mezquindad y la estupidez pueden ser infinitas, pues no fueron inmediatamente repuestos por el lamentable gobierno de Prado —antes de que huyera a Europa— en sus puestos militares, sino asignados a la Marina mercante.
Mientras, y bajo el pretexto de viajar al extranjero para comprar armas y fortalecer la defensa nacional, Prado partió a Europa dejando un gobierno acéfalo y un pueblo en la desesperación. No viajó con las manos vacías: llevó consigo fondos públicos, joyas, donaciones y recursos recolectados por comités patrióticos para el esfuerzo bélico. El supuesto propósito de adquirir armamento jamás se concretó. Su partida simbolizó la deserción de quien debía liderar la defensa nacional.
Quedó registrado para la historia un acontecimiento en el que entraron dramáticamente en pugna el recto concepto de la disciplina militar contra la mezquindad y la falta de noción de lo nacional, expresadas en la infame decisión de Prado sobre Tucker. Asimismo, la instrumentalización política de la que puede ser objeto la justicia militar para propósitos innobles.
Nuestros jóvenes oficiales de ese entonces y sus abogados fueron clarísimos en razonamientos de avanzada: el recto concepto contemporáneo de disciplina, que hoy rige en los Estados democráticos. Este reafirma la disciplina en las instituciones castrenses —sin la cual ningún ejército, fuerza aérea o naval podría funcionar—, pero la distingue del erróneo concepto de la obediencia ciega a todo tipo de órdenes sin excepción, incluidas las ilegales o criminales.
O aquellas que, como en este caso, trastocan la esencia nacional y el profesionalismo de la institución naval.
Vino después la Guerra del Pacífico, y el Perú pudo contar con estos cuatro oficiales distinguidos. Mariano Ignacio Prado, por su parte, pasó a ser recordado por la historia como el que huyó al extranjero ante los sucesos bélicos.

Abogado y Magister en derecho. Ha sido ministro de Relaciones Exteriores (2001- 2002) y de Justicia (2000- 2001). También presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Fue Relator Especial de la ONU sobre Independencia de Jueces y Abogados hasta diciembre de 2022. Autor de varios libros sobre asuntos jurídicos y relaciones internacionales.