René Gastelumendi. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.

La última parada: transportistas vs criminales, por René Gastelumendi

Si este sector, el más resiliente del país, se quiebra hasta el punto de llorar y considerar la autodefensa, es porque Perú ya perdió.

El transportista peruano es, por naturaleza y hasta tradición, una figura forjada en el fierro más rudo de la adversidad. Es el símbolo de la sobrevivencia que se abre paso a codazos en el asfalto, un luchador constante que es parte del caos, la informalidad, inmune a las multas y al cansancio de jornadas que se estiran hasta el límite de lo humano. Quien se sienta al volante de una combi, un bus, un taxi o un mototaxi no es un burócrata; es un gladiador laboral, con sus fallas y salvajismo al volante, cuyo único norte es llevar comida a casa a como dé lugar. Su chamba es una trinchera diaria cavada en el desorden, y por años, su temple indomable fue su única arma.

A este gremio, que ha resistido décadas de angustia vial y económica, no lo doblegó la inflación ni el tráfico, ni las fiscalizaciones, ni la policía ni la papeleta ni la norma. Algo muy distinto lo ha quebrado, lo ha llevado a paralizar la ciudad y lo ha obligado a llorar, a marchar, no por mejoras salariales, sino por la exigencia más básica: el derecho a no morir trabajando. El quiebre, el perturbador llanto de este sector no es una noticia es un drama existencial, evidenciado por el impacto más inaudito: ver a estos hombres rudos, curtidos en la jungla de cemento, derramar lágrimas abiertamente, clamar por seguridad, y desplomarse ante la pérdida de un compañero o la innegable posibilidad de que sean ellos los siguientes en ser asesinados. El alma colectiva de la ciudad se resquebraja cuando el sector que encarna la resistencia se doblega ante el crimen.

La paradoja es muy cruel. Para entender la magnitud de esta derrota, debemos reconocer el temple del asfalto. Sí, son juzgados por sus cuantiosas faltas en el volante, pero allí sentados unos o cobrando los pasajes otros, pregonando su ruta en las esquinas desde la puerta, está su única oportunidad de ganarse la vida. Esta dureza es lo que ha permitido que más del 85% de la población de Lima y Callao se movilice a diario, ya que los sistemas masivos como el metro de Lima solo cubren una fracción menor de la demanda. Sí, nuestra supervivencia como ciudad está en manos de un sector al que hoy se le ha declarado la guerra.

La tragedia comienza en el umbral de sus casas. El chofer es una víctima perfecta para el crimen organizado porque su trabajo, por obligación, es predecible y expuesto en rutas fijas de la gran Lima. Esto genera la angustia más íntima: la de la esposa que no sabe si su marido regresará a casa al caer la tarde, el padre que se despide con la certeza de que su vehículo no es su oficina, sino una trampa de muerte. La extorsión ha dejado de ser una amenaza telefónica o escrita en un papel para convertirse en un "Impuesto a la Vida" que se cobra a punta de bala. En lo que va del año, las cifras gremiales indican que al menos 35 choferes han sido asesinados porque las líneas para las que trabajan o ellos mismos, tuvieron el atrevimiento de negarse a pagar cupos, un costo de sangre, un peaje del hampa que demuestra la gravedad de la crisis.

La nueva ola de violencia, producto del crimen organizado, ha introducido un shock cualitativo en la delincuencia peruana. Ya no hablamos de solo un robo con violencia; hablamos de la estrategia del sicariato como herramienta de gestión y presión criminal. La crueldad no tiene pasaporte, como lo demuestra la reciente captura del temido criminal peruano conocido como "El Monstruo". Esto confirma que el problema de fondo es la política interna, la ineptitud crónica del estado que permite la operación impune de malandros locales y foráneos. El hecho de que el terror haya transformado el bus en un féretro en potencia es el resultado directo de la inoperancia gubernamental. Lo peor de esta estrategia es su impacto visual y social. El asesinato con pasajeros adentro del vehículo, con balas disparadas desde una moto o por un sicario camuflado en los asientos, convierte el transporte en un espacio de terror masivo. En esos viajes interminables en las vías limeñas, los pasajeros se transforman en rehenes emocionales y testigos forzados. Sí, la muerte viaja con nosotros. El crimen es tan audaz que ya no teme la presencia de inocentes, de hecho, la busca para maximizar el pánico. Al llevar la violencia letal a ese espacio confinado que es un bus o una cúster por dentro, se anula cualquier sentimiento de refugio o seguridad que el ciudadano pudiera tener. El ciudadano común que sube al bus siente que cada viaje es una ruleta rusa.

El terror se multiplica porque se afirma en un ecosistema ya predispuesto. Los peruanos ya estábamos acostumbrados a la inseguridad del caos de tránsito, a la imprudencia, a la negligencia y al desorden vial de siempre, reflejo de la doble derrota del Estado en el control del espacio público que ocupa el transporte y su informalidad. Pocas coyunturas como la transición del riesgo de accidente al riesgo de asesinato deliberado para hacernos conscientes de nuestra vulnerabilidad. Si el Estado no puede garantizar que una luz roja, un paradero o el pago de una multa se respete, mucho menos podrá garantizar que una vida no se pierda ante un sicario. Sí, la muerte siempre viajó con nosotros, pero ahora ocupa más asientos y más paraderos.

La crisis actual es el resultado de un círculo vicioso de doble abandono estatal. En primer lugar, las políticas públicas no logran generar empleo formal ni servicios eficientes, empujando a cientos de miles de peruanos a la informalidad (choferes, cobradores, mototaxistas) como única vía de subsistencia digna. Esta informalidad es la solución existencial que muchos peruanos encuentran ante la ineficiencia. Sin embargo, en un segundo momento, el mismo gobierno mantiene su abandono, esta vez en términos de seguridad y justicia. El crimen organizado aprovecha este vacío de autoridad para imponer su ley. La informalidad es, por lo tanto, la primera condena económica, y la falta de seguridad, la segunda condena, la de muerte.

A esta tragedia se suma el grito seco de la periferia, encarnado también en los mototaxistas. Este sector, que se cuenta por decenas de miles en las Limas, es la capa más humilde y, paradójicamente, la más resistente del trabajo peruano. Su quiebre no suele verse en grandes paralizaciones de la capital, sino en un goteo silencioso de choferes que dejan sus rutas o se ven obligados a pagar el cupo por vivir, por trabajar en paz.

Tal vez el detalle más hiriente es socio-geográfico: más del 90% de estos crímenes letales ocurre en la llamada Nueva Lima, en los antes llamados conos. En la Lima tradicional la seguridad es un servicio; en la nueva Lima, la emprendedora, es un albur. El crimen organizado explota la brutal desigualdad de la seguridad, concentrando sus acciones allí donde la vigilancia policial es esporádica y la ley es solo una recomendación.

Y aquí viene el elemento más perturbador y trágico: los delincuentes y sus víctimas son, en su mayoría, hijos del mismo barrio. El crimen que hoy aterra a los transportistas no es una revolución, sino un canibalismo social entre los más pobres; la violencia de los marginados contra la dignidad del trabajador que eligió el camino honesto y esforzado eligió no robar. El Estado, al no ofrecer oportunidades ni seguridad, condena a sus hijos a enfrentarse a muerte en el asfalto. Los criminales tienen armas, los transportistas, no. De esta desventaja surge un miedo aun más profundo que el de morir en el bus, y es la consecuencia lógica de la inacción estatal: la indeseada posibilidad de que los transportistas empiecen a armarse. Cuando el Estado renuncia a su deber fundamental, el trabajador honesto entiende que la única vida garantizada es la que defiende con sus propias manos. Si un sector tan rudo y esencial como el transporte se ve forzado a pasar de la informalidad vial a la ilegalidad armada para defenderse de la extorsión, la ciudad se enfrentará a una escalada de violencia sin retorno. La autodefensa no es una solución; es la declaración formal de bancarrota de una República.

El grito de los choferes y mototaxistas no es solo por seguridad, es una advertencia final al Estado. La vida, la rutina y la dignidad de los transportistas se han convertido en la medida más cruel de nuestro colapso. Si este sector, el más resiliente del país, se quiebra hasta el punto de llorar y considerar la autodefensa, es porque Perú ya perdió.

René Gastelumendi

Extremo centro

René Gastelumendi. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.