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Escribe: Eduardo González Viaña
¿Fue julio y fue 1994? Corríjanme, por favor. Me estoy refiriendo a la clausura del pasado Campeonato Mundial de Fútbol celebrado en los Estados Unidos. En Los Ángeles, José Carreras, Plácido Domingo y Luciano Pavarotti, acompañados por una orquesta de 200 profesores, ofrecían un concierto que debe haber sido el más importante de la historia humana porque la televisión hizo llegar sus voces hasta un poco más de la mitad de la población terrestre.
Tengo una razón adicional para decirle lo que digo, y es el hecho de que, para ese día, los astrónomos estaban anunciando un inesperado evento cósmico. Una oleada de meteoros había colisionado con Júpiter y, debido a ello, una región entera, cuya extensión sobrepasaba a la de todo el continente americano, había sido borrada del mapa.
Pero allí no terminaba la aventura estelar. Solamente una porción de los asteroides había caído sobre Júpiter; el resto continuaba su marcha silenciosa e infernal por los espacios; y aquella noche, justamente, debían de pasar sobre la Tierra, o estrellarse sobre ella.
No se sabía en qué lugar caerían. La noticia apareció en todas las primeras páginas, pero sin duda la eclipsaban los finales angustiosos y los últimos goles del campeonato porque, yendo de un lado a otro en Trujillo, Perú, donde me encontraba, no escuché un solo comentario astronómico, y sí muchos y muy apasionados sobre los partidos de fútbol.
Recuerdo que el día fue caluroso y soleado, un hecho inusitado para el invierno meridional, y eso me hizo preguntarme si no era la proximidad de los astros errantes lo que estaba provocando ese clima, pero no lo comenté con nadie para no provocar la alarma.
La hora final se aproximaba. De acuerdo con las estimaciones científicas, a los 10 y 15 minutos de la noche, hora del Perú, las estrellas a estrellarse, una tras otra, sobre la superficie terrestre. El lado del planeta que no recibiera los impactos quedaría sumergido en una noche que duraría 400 años, pues hasta entonces no habría de desvanecerse el humo de la destrucción.
Contento de no haber hallado gente aterrada y de pensar que, en todo caso, disimulaban bien su miedo, me uní a un pequeño grupo de amigos que espectaría el concierto en la pantalla de televisión de una pizzería local, y puedo decirlo ahora con mucho más orgullo: nadie en sus respectivas dio señas de pánico.
El único que lloraba esa noche era Frank Sinatra, en Los Ángeles, cuando los tenores, al unísono, comenzaron a entonar, en su homenaje, "I did it my way" (“A mi manera”). Ahora que lo pienso, me pregunto: ¿Por qué lloraba Sinatra? ¿Por el cataclismo? ¿Porque no le gustaba la forma en que interpretaban su canción preferida?
A las 10, muy cerca de la hora en que debía ocurrir la catástrofe, Luciano Pavarotti interpretaba otra vez a Puccini: "Nessun dorma¡ Nessun dorma¡" (“Ningún hombre duerma. Nadie duerma”); y un rato después añadía: "Guardi le stelle che tremano/dámore e di speranza" (“Observa la estrella y tiembla de amor y de esperanza”).
Allí fue cuando supe exactamente lo que estaba ocurriendo: los tenores en el centro del mundo estaban haciendo las veces de sacerdotes universales porque, observados por todos, habían congregado en una sola voz toda la esperanza humana.
Ahora estoy seguro de que por eso se salvó la tierra en julio de 1994; las voces de los tres y nuestros silencios se transmutaron en una sola fuerza que desvió la amenaza del espacio.
Y por eso también me he salvado yo anoche, cuando a punto de zozobrar en el desamparo de algún recuerdo triste, escuché otra vez el timbre brillante y el alto registro de Pavarotti volviendo a recorrer la hoja de Puccini: "Dilegua, o notte¡ Tramontate, stelle¡/Tramontate stelle¡ All'alba vincero¡ Vincero¡ Vincero¡ (“Vete ya, oh noche, y se escondan las estrellas porque en la mañana, al alba, voy a vencer, voy a vencer”).
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