Exministro de RREE. Jurista. Embajador. Ha sido presidente de las comisiones de derechos humanos, desarme y patrimonio cultural de las...
En abril de 1948, durante la guerra en Palestina bajo el mandato británico, las fuerzas paramilitares del naciente ejército israelí perpetraron la masacre de Deir Yassin, cerca de Jerusalén. Murieron cerca de 120 civiles, entre ellos mujeres y niños. Su objetivo fue acelerar el éxodo palestino forzado. No obstante la masacre, los Estados Unidos normalizaron sus relaciones con el nuevo Estado de Israel. El hecho provocó el rechazo de muchos sectores intelectuales y políticos en el mundo. Albert Einstein lideró un pronunciamiento que advertía a la humanidad contra “el ultranacionalismo, el misticismo religioso y la superioridad racial” de Israel en relación con la población palestina. El recién establecido gobierno israelí justificó los hechos bajo el argumento de la razón de Estado.
La tragedia de Deir Yassin está asociada a la Nakba, la expulsión de 700,000 palestinos de sus hogares, que tuvo lugar también en 1948. Simboliza el inicio del desplazamiento forzado y la violencia contra la población civil como método de guerra, que hoy ha producido más de 60,000 muertos en Gaza. Representó, también, el inicio de prácticas de guerra que violan el derecho internacional humanitario, que niegan la condición y dignidad humana de la población civil y que racionalizan los crímenes de guerra y de lesa humanidad como subproductos de objetivos y estrategias militares.
Desde 1948, las fuerzas armadas de Israel —con crueldad extrema en la actual guerra contra Gaza— ejercen la acción militar indiscriminada con un desprecio intencional por la vida y la dignidad de las familias palestinas. Se violentan no solo las reglas de la guerra y el derecho internacional humanitario, sino los más elementales principios y normas éticas de la conducta humana. El Derecho Internacional Humanitario prohíbe la hambruna de civiles como método de guerra y protege los objetos indispensables para la supervivencia (alimentos, agua, cosechas, viviendas, medicinas).
El bloqueo y la obstaculización de la ayuda humanitaria son actos prohibidos que contravienen la orden del 24 de mayo de 2024 de la Corte Internacional de Justicia, que dispuso que Israel permita “urgentemente” la entrada de ayuda, a la luz del deterioro catastrófico de las condiciones de vida en Gaza.
Cuando la muerte de civiles, el asesinato de niños y mujeres, la destrucción de hospitales, el uso de la hambruna como arma de guerra y la eliminación y persecución étnica de un pueblo se producen al amparo de una racionalidad negacionista que presenta estos crímenes como “incidentes” de una acción armada, estamos frente a lo que la filósofa alemana de origen judío Hannah Arendt denominó la banalidad del mal, en su obra Eichmann en Jerusalén (1963). Arendt escribió esta obra tras asistir al juicio en Jerusalén de Adolf Eichmann, funcionario nazi responsable de la logística de la “solución final”. Lo que sorprendió a Arendt no fue el sadismo o fanatismo de Eichmann, sino precisamente su falta de reflexión, su incapacidad de pensar críticamente el mal que ejecutaba bajo la forma rutinaria de órdenes y trámites administrativos. Como ella misma escribió:
“Lo más grave del caso Eichmann era que un hombre tan corriente, tan poco monstruoso, tan incapaz de pensar por sí mismo, hubiera podido convertirse en instrumento de un mal tan radical. El mal no era demoníaco, sino banal, resultado de la incapacidad de pensar.”
(Arendt, Eichmann en Jerusalén, 1963, p. 287)
Esta categoría —la banalidad del mal— no designa el carácter trivial de los crímenes, sino la forma en que los perpetradores y sus entornos los justifican, los naturalizan y los convierten en rutina. El mal se banaliza cuando deja de ser percibido como mal y se convierte en procedimiento administrativo, en “defensa legítima” o en “efectos colaterales inevitables”. Arendt construyó el concepto de “la banalidad del mal” para mostrar que los grandes crímenes pueden ser cometidos no por individuos malvados en esencia, sino por personas comunes que no piensan críticamente y que se refugian en la obediencia, el deber o la rutina administrativa.
La banalidad del mal implica tres dimensiones:
Estas tres dimensiones están presentes en Gaza, donde los responsables directos y sus aliados internacionales justifican la devastación y el genocidio bajo el lenguaje de la seguridad nacional y de la lucha contra el terrorismo, mientras la comunidad internacional, en la inercia de un mundo unipolar, actúa con pasividad o complicidad, con evidentes pero aisladas excepciones.
La aplicación del concepto arendtiano a Gaza no es un ejercicio retórico, sino un esfuerzo interpretativo para mostrar cómo el mal se banaliza en la práctica contemporánea. En octubre de 2023, tras los ataques terroristas de Hamas, el ministro de Defensa de Israel, Yoav Gallant, declaró: “Estamos imponiendo un sitio completo a Gaza. No habrá electricidad, ni comida, ni combustible. Todo está cerrado. Estamos luchando contra animales humanos” (Declaración pública, 9 de octubre de 2023).
Cuando un liderazgo político institucionaliza la violencia y el crimen de lesa humanidad como “procedimiento técnico” y rutina militar, emerge el patrón de banalización: no se jacta del mal; lo administra.
En el discurso oficial israelí y de sus aliados más cercanos, atrocidades y crímenes sancionados por el derecho internacional se describen como “efectos colaterales inevitables”. Este es el corazón de la banalidad del mal: el genocidio se normaliza en el lenguaje de la gestión militar, la política de seguridad y la diplomacia evasiva. Los crímenes de guerra y los crímenes de lesa humanidad se presentan como actos normales de gestión militar y política.
La hambruna forzada, la destrucción sistemática de hospitales y escuelas, los desplazamientos masivos y la negación del agua y la electricidad a dos millones de seres humanos se justifican con la frialdad burocrática de “operaciones militares necesarias”. El genocidio contemporáneo en Gaza se ha convertido en uno de los acontecimientos más trágicos y deshumanizantes del siglo XXI. Más allá de la especificidad del conflicto palestino-israelí, la magnitud de la violencia ejercida sobre la población civil, la justificación “técnica” de los crímenes y la indiferencia cómplice de buena parte de la comunidad internacional constituyen un fenómeno que solo puede comprenderse a la luz de categorías filosóficas y éticas profundas.
Hannah Arendt señaló, también, que el mal se perpetúa no solo por quienes lo cometen directamente, sino también por quienes lo toleran pasivamente. En Gaza, la complicidad internacional de los aliados de Israel se expresa en la parálisis del Consejo de Seguridad de la ONU, donde los vetos de Estados Unidos han bloqueado más de diez resoluciones de alto el fuego entre 2023 y 2025.
El doble rasero es evidente respecto de los acontecimientos en Ucrania y Gaza. Como ha señalado Josep Borrell, el ex secretario de Exteriores de la Unión Europea: “Lo que Netanyahu ha hecho en Gaza supera muchos crímenes de guerra que hemos condenado. Han muerto decenas de miles. Si Putin hubiera hecho esto, lo habríamos sancionado con más severidad. Las muertes en Bucha se contaban por decenas. En Gaza se cuentan por decenas de miles. Nunca tuvimos peso militar. Solíamos tener peso institucional, basado en el derecho internacional y el respeto a los derechos humanos. Eso ahora se ha perdido”.
En Gaza se juega la legitimidad y coherencia de los valores democráticos y de toda la construcción contemporánea de los derechos humanos. Aún es tiempo para que las democracias ocupen el lugar que su propia historia les exige.

Exministro de RREE. Jurista. Embajador. Ha sido presidente de las comisiones de derechos humanos, desarme y patrimonio cultural de las Naciones Unidas. Negociador adjunto de la paz entre el gobierno de Guatemala y la guerrilla. Autor y negociador de la Carta Democrática Interamericana. Llevó el caso Perú-Chile a la Corte Internacional de Justicia.