Columnista invitado. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.
*Por Gustavo D’Angelo, sociólogo
“Me tiene sin cuidado que me llamen dictador”, declaraba muy suelto de huesos el presidente Bukele. Y qué duda cabe de que lo que Bukele ha venido construyendo desde 2019 es una dictadura cada vez más desembozada. Caracterizaciones del régimen como “autocracia competitiva” o “autocracia electoral” quedan cortas para describir lo que en verdad está atravesando El Salvador.
Sometidos todos los aparatos del Estado —legislativo, judicial, fiscalía, policía, fuerzas armadas, además del Ejecutivo—, solo faltaba arremeter contra las organizaciones de la sociedad civil, y en especial contra aquellas críticas de las medidas arbitrarias del gobierno, para hacer realidad la aspiración del poder absoluto. La remoción de jueces y fiscales, las detenciones masivas, el acoso y persecución de periodistas, las sistemáticas violaciones de derechos fundamentales y la reelección inconstitucional de Bukele fueron solo algunas de las piezas que permitieron armar la arquitectura del régimen que el mismo Bukele había anunciado antes al autoproclamarse como “el dictador más cool del mundo”. Faltaba aún redondear el círculo de la dictadura. Para ello había que someter a los últimos reductos de resistencia.
La reciente promulgación de la ley de agentes extranjeros, que sigue los pasos de otras dictaduras en la región como Nicaragua y Venezuela (y muy similar a la ley promulgada en el Perú en abril pasado, que le otorga facultades fiscalizadoras desmesuradas a la APCI), y el apresamiento de importantes defensores de derechos humanos, son las más severas arremetidas contra las organizaciones sociales que ha perpetrado el gobierno de Bukele. El clima de miedo que se intenta sembrar con estas medidas apunta a la autocensura de toda expresión de oposición organizada al régimen, bajo la amenaza de fuertes multas, la cancelación de la personería jurídica y la detención de sus dirigentes.
Lo que queda claro con este endurecimiento del gobierno de Bukele es que la carta de la seguridad, que hasta el momento le otorga una importante popularidad en el país, empieza a quedarse corta como soporte del régimen. Más allá del encarcelamiento masivo, que sin duda redujo los alarmantes niveles de violencia e inseguridad heredados, Bukele no tiene nada más que ofrecerle al país. No tiene un programa de desarrollo económico, social, cultural o ambiental. No tiene un plan de generación de empleo. Carece de políticas educativas o de salud. En suma, no tiene ni la visión ni la capacidad para atender las más acuciantes necesidades de la población.
En un contexto en el que la seguridad deja de ser una de las principales demandas de la población, la única opción que tiene Bukele para contener lo que sin duda será un creciente descontento popular que asediará su poder es recurrir a una política de represión cada vez más cruda. Quizás con ella se empezará a desvanecer también su fugaz delirio de poder absoluto.

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