El colapso funcional del Estado y del gobierno para combatir la violencia delincuencial y las acciones criminales de la minería ilegal, así como la incapacidad política para resolver la reciente crisis ministerial con un mínimo de sensatez y responsabilidad institucional, ha provocado —una vez más— que la prensa internacional llame la atención sobre la grave crisis de gobernabilidad del sistema político peruano.
El viernes pasado, El País, en un editorial titulado “Crisis Política Permanente en el Perú”, señaló que “la única manera de afrontar la descomposición del sistema político en Perú pasa por una renovación profunda de sus cargos y de las estructuras de la República. Las últimas décadas han demostrado que los actuales equilibrios de poder contribuyen a perpetuar un modelo institucional fallido".
Más allá del señalamiento de la carencia del gobierno para resolver la recurrente inestabilidad —que, según el diario español, es generada principalmente por el propio gobierno—, el editorial no se queda en la evaluación de factores de coyuntura, sino que señala su preocupación por algo mucho más estructural: el colapso del sistema político y el modelo de gobernabilidad.
En el Perú de hoy suceden cotidianamente hechos que asombran y causan perplejidad a los observadores internacionales, desde los más globales como la incapacidad casi absoluta para combatir la delincuencia criminal o la minería ilegal, la ausencia del Estado en zonas críticas, como el VRAEM, la penetración de las esferas del ejercicio del poder por mafias o redes de corrupción, la expansión del narcotráfico o el tráfico de tierras y urbanización ilegal, el colapso de la gestión pública y los servicios básicos.
En un extremo ya simbólico, la abdicación del Estado se expresa en declaraciones de los más altos dignatarios del Estado que dicen y repiten que “pedirán información” frente a los macabros asesinatos en Pataz o la adulteración del suero fisiológico con muertes de inocentes usuarios del sistema de salud, desconociendo sus más elementales obligaciones y competencias en la gestión del Estado y el gobierno.
No se trata de hechos aislados cuya solución se puede obtener a través de acciones también aisladas. El colapso del Estado y la gobernanza política es estructural, sistémica. El fondo del problema es que el Perú vive un desmoronamiento institucional donde el Estado ha dejado de cumplir funciones básicas e inclusive ha perdido el control efectivo en partes del territorio. La causa, el origen, de esta grave situación que atañe a la viabilidad nacional, es el régimen de gobernanza política establecido por la Constitución de 1993. Un sistema de configuración anómala que, aunque formalmente presidencialista, opera en la práctica como un régimen híbrido, disfuncional y cada vez más vulnerable a formas encubiertas de autoritarismo. Perforado por la informalidad, la ilegalidad y el acceso al poder de bandas criminales.
El ejercicio casi unilateral, autoritario y excluyente del poder por el Ejecutivo o el Congreso, según uno u otro detente la mayoría parlamentaria, nos ha conducido a un régimen de 'doble cerrojo', en el que ambos poderes pueden obstruirse o anularse mutuamente, sin mecanismos efectivos de equilibrio y resolución de conflictos.
El resultado han sido periodos de “dictadura constitucional”, como el de Fujimori, o de dictadura parlamentaria encubierta, como el actual cogobierno. La ciudadanía percibe al Estado como ineficaz, capturado por poderes fácticos y corrupto. El sistema de pesos y contrapesos ha sido reemplazado por relaciones de preponderancia de un poder sobre otro. No hay cooperación entre poderes, sino tácticas de supervivencia. Esta lógica perversa impide el desarrollo de una democracia funcional y socava la gobernabilidad del país.
Hay que revertir esta degradación democrática en el horizonte de las elecciones del 2026. Impulsar una reforma radical e integral, que reemplace el actual régimen autoritario, con desbalance de poderes, y baja densidad democrática, por un régimen de democracia constitucional, estable, pluralista, funcional, con separación reforzada de poderes y participación ciudadana. No habrá solución a la crisis nacional sin reforma radical del régimen político.
La reforma debe redefinir la estructura misma del régimen político constitucional. Es imperativo suprimir la vacancia presidencial (que no existe en ningún otro país de la región), la disolución del Congreso por acción del Ejecutivo y la moción de confianza (que solo existe en Haití). Así se reforzará la estabilidad institucional y desaparecerán las nocivas relaciones de poder de suma cero entre el Ejecutivo y el Legislativo.
Debe establecerse el Informe Anual de Gestión del Presidente del Consejo de Ministros, al Congreso y a la ciudadanía, sin necesidad de aprobación o expresión de confianza, para que los representantes del pueblo discutan y evalúen la marcha del gobierno y el cumplimiento de las metas nacionales. Con seriedad.
Para propender a un sano equilibrio funcional entre el Congreso y el Ejecutivo es indispensable añadir a la futura acción del Senado la iniciativa legislativa en áreas sensibles como la economía, la reforma constitucional, la justicia, la defensa y las relaciones exteriores. Asimismo, otorgarle facultades para que concurra en un procedimiento plural al nombramiento de los miembros del Tribunal Constitucional, la Junta Nacional de Justicia, el Defensor del Pueblo, la Corte Suprema y el Fiscal de la Nación.
Para preservar la malherida constitucionalidad de las leyes, se debería otorgar al Tribunal Constitucional, como en Chile, Francia o Colombia, la facultad del control previo de constitucionalidad, referida exclusivamente a leyes orgánicas, leyes interpretativas de la Constitución, reformas constitucionales y tratados internacionales.
Restablecer la separación de poderes es otra tarea indispensable de la reforma, a través de un mecanismo institucional plural que elija los miembros de sus instituciones bajo los principios rectores del mérito e idoneidad profesional, la transparencia y control público, la participación técnica y ciudadana, y la elección por mayorías calificadas.
Pero la reforma no debe quedar solo en el ámbito institucional. Tiene que bajar a la vida política concreta, que es la democracia. Y ello implica una nueva reforma de los partidos políticos. Desterrar criterios formales falsos como las firmas. Exigir militancia comprobada y vida política partidaria. Elecciones libres y obligatorias para la elección de dirigentes y candidatos. Sin excepción. Supervisadas y organizadas por la ONPE y el JNE. El voto preferencial y el transfuguismo son ácido muriático para la vida política democrática y sus valores. Deben desterrarse. Eliminar el voto preferencial real y definitivamente es la cirugía sanadora de un Congreso funcional y democrático. Igual, prohibir el transfuguismo, con pérdida de investidura, como en Colombia.
El Perú se encuentra ante una encrucijada institucional. Persistir en un sistema disfuncional que combina un presidencialismo debilitado con un Congreso sin límites funcionales, equivale a prolongar la inestabilidad, la desconfianza pública, el deterioro de la democracia y la ruta quizás sin retorno del colapso del Estado nacional. La reforma radical e integral del régimen político no debe entenderse como una concesión entre poderes ni como una fórmula técnica aislada, sino como un acto fundacional para restaurar la legitimidad del Estado.
Exministro de RREE. Jurista. Embajador. Ha sido presidente de las comisiones de derechos humanos, desarme y patrimonio cultural de las Naciones Unidas. Negociador adjunto de la paz entre el gobierno de Guatemala y la guerrilla. Autor y negociador de la Carta Democrática Interamericana. Llevó el caso Perú-Chile a la Corte Internacional de Justicia.