El Congreso no solo arrastra un profundo desprestigio debido al comportamiento de sus integrantes, sino también por una cultura institucional que favorece la proliferación de la incompetencia entre su personal, en su mayoría ajeno a la vocación pública y más interesado en asuntos alejados de las funciones para las que le pagamos. Un claro ejemplo de ello es el reciente caso del, hasta hace poco, jefe de la Oficina Legal y Constitucional del Parlamento.
Cuando los trabajadores valoran la institución para la que trabajan, se esfuerzan por garantizar que quienes asumen el poder puedan cumplir su función de manera eficaz, más allá de la postura política que adopten. Esto sucede en entidades como la Cancillería, en algunos órganos jurisdiccionales y en diversas instituciones militares. Las personas de poder pasan, la institución permanece.
En términos futboleros que la pelota no se manche depende mucho de los jugadores; pero ¿qué compromiso institucional podemos esperar de un personal altamente politizado y completamente descalificado para el ejercicio de sus funciones? El problema no radica únicamente en que un mal congresista generalmente contrate asesores inadecuados, sino en que el diseño normativo e institucional permite que esto ocurra.
No existe un proceso riguroso para seleccionar asesores de confianza, los trabajadores competentes del servicio parlamentario quedan relegados, las comisiones técnicas no exigen perfiles específicos, y tanto la Oficina de Calidad Legislativa como el Departamento de Investigación se encuentran de adorno. En general, la institución se rige por un acuerdo tácito de mantener el statu quo, independientemente de los esfuerzos individuales.
Todo esto ya lo sabemos, pero no se hace nada al respecto y si alguien levanta la voz para denunciar, termina siendo defenestrado, como en mi caso. Sin embargo, existen momentos claves en la historia institucional que marcan un antes y un después, como la “repartija” de los magistrados del Tribunal Constitucional en 2013, los audios del Consejo Nacional de la Magistratura en 2018 o la toma subrepticia del poder por parte de Merino en 2020.
De tal modo, si se confirma la información sobre la presunta red de prostitución en el Congreso, nos estaríamos acercando a un punto de no retorno. Un órgano ya contaminado y deslegitimado podría entrar en una fase de metástasis institucional irreversible. Que esto amerite una situación sin precedente y de emergencia en el Parlamento para erradicar la incompetencia, optimizar el trabajo administrativo y que funcionen los órganos de control dependerá del grado de desprecio o tolerancia que tenga la ciudadanía ante estos actos.