Las primeras señales de incomodidad frente a un partido único como el fujimorismo no tardaron en llegar. Ya que sus hijos aún no contaban con la edad suficiente para presentarse a elecciones, no podían ser ungidos como los candidatos naturales del gobierno. El delfín temporal fue Jaime Yoshiyama, ingeniero y nikkei como Fujimori padre. Había sido ministro del presidente y para convertirse en el sucesor debía derrotar en las elecciones municipales de Lima de 1995 al carismático contendor Alberto Andrade. La capital siempre había sido una plaza difícil y hasta entonces había sido gobernada por un outsider y un abogado marxista. De ganar Lima, Yoshiyama podía comenzar a acariciar la banda presidencial en 2000.
Pero esto no ocurrió. Su derrota fue pasmosa: Yoshiyama nunca logró convencer al electorado, pese a contar con el apoyo del gobierno central. Su fracaso canceló los planes del gobierno de contar con un candidato tecnócrata y del entorno de confianza para las próximas elecciones. Fujimori padre había dicho que no participaría de estas, pero el aparato de gobierno concentró sus esfuerzos en preparar una nueva reelección. Y para ello dinamitó instituciones democráticas como el Tribunal Constitucional y secuestró a los organismos electorales, que finalmente permitieron su postulación y proclamaron su triunfo en 2000.
El resultado ya lo conocemos. El régimen apenas pudo sostenerse tres meses y medio, debilitado por una re-reelección a todas luces irregular y un descontento creciente. El descubrimiento de actos de corrupción que comprometían a su asesor y mano derecha hizo insostenible la presidencia y un anhelado tercer periodo consecutivo. Fujimori decidió preparar su huida aprovechando su ascendencia japonesa y los contactos que había establecido desde una década atrás gracias a su hermana y su cuñado.
Mientras Fujimori padre buscaba establecerse en Japón para escapar de la justicia peruana, Keiko Fujimori abandonaba Palacio de Gobierno en Lima de manera discreta en medio de la humillación y la vergüenza. Un gesto que quizás pasó desapercibido en ese momento es que ella rechazó mudarse con su madre y prefirió—a pesar de lo ocurrido—quedarse con su abuela paterna, Mastsúe. Keiko tenía entonces 24 años y había sido Primera Dama por seis años, apenas cumplida la mayoría de edad. Desde entonces, intentaría volver a Palacio de Gobierno, capitalizando el apellido paterno y buscando deshacerse de quién se lo impidiera, aun si eso incluía a su propia familia.
El fujimorismo era un paria de la política peruana a inicios del nuevo siglo. Varios de sus miembros habían huido del país o permanecían silenciosos con la esperanza de que la opinión pública no se acordara de ellos. Algunos fueron a prisión y otros la evadieron hasta su muerte. Un primer intento por aprovechar el capital político del fujimorismo ocurrió en las mismas elecciones de 2001 con el exministro Carlos Boloña Behr como candidato presidencial. Su agrupación Solución Popular—que vaticinaba el nombre actual del fujimorismo—obtuvo apenas el 1.7% de los votos válidos.
Los remanentes fujimoristas buscaron reagruparse. Hay que reconocer que en un escenario adverso, con un líder fugado y luego deportado de vuelta a Perú para enfrentar la justicia, el fujimorismo buscó recomponerse y aprovechar el periodo de primavera democrática que se abrió desde la caída de su líder hasta que ellos mismos volvieron a sabotearla en 2018. Hacen falta más estudios sobre este interregno del fujimorismo y las diversas estrategias que emplearon para mantener viva una memoria parcializada y manipulada del malogrado expresidente.
En 2011, finalmente, Keiko Fujimori cumplió con el requisito de edad establecido por la ley para postular a la presidencia. Se presentó por primera vez y su participación en la contienda determinó la política electoral del país en la siguiente década: con tres candidaturas, siempre quedando en el balotaje pero perdiendo por una diferencia mínima de votos. Sus contendores fueron de diversas tendencias, desde un militar nacionalista (Ollanta Humala) hasta un economista liberal (Pedro Pablo Kuczynski) y un profesor rural (Pedro Castillo). Si bien su nombre lograba activar una “mayoría silenciosa” que seleccionaba los logros de su padre y pasaba por alto los crímenes y la corrupción, no era suficiente para regresar a Palacio de Gobierno. Y no lo ha sido hasta ahora.
Es necesario preguntarnos si Alberto Fujimori deseó establecer una dinastía familiar desde el inicio, y el costo que esto ha significado para el país en cuanto al debilitamiento de la democracia, el saqueo del tesoro público y la impunidad de los líderes fujimoristas. Sabemos que Fujimori padre utilizó las redes familiares para consolidar su poder y anticiparse a escenarios adversos, como el que ocurrió en 2000. Las relaciones entre Fujimori padre e hija no siempre fueron llevaderas, especialmente cuando intervino otro integrante de la familia, Kenji Fujjimori y socavó la autoridad de su hermana Keiko en el movimiento, al punto de resquebrajarlo entre “keikistas” (seguidores de la hija) y “albertistas” (seguidores del padre). Kenji pagó con severidad su osadía y en la actualidad está alejado de la política mientras espera un juicio por presuntos vínculos con el narcotráfico.
Con el padre ahora fuera de prisión, Keiko Fujimori ha comenzado a mover las fichas para presentarse en 2026. Por lo pronto, ha establecido una alianza con el gobierno de Dina Boluarte para eliminar los procesos judiciales en su contra y capturar las instituciones electorales que eviten que pierda como en 2011, 2016 y 2021. Fujimori padre, por su parte, está aprovechando su cuestionada libertad para limpiar su imagen pública, no necesariamente con buenos resultados. Es probable que, durante la campaña de 2026, el principal problema para Keiko no sea tanto su contendor en el balotaje sino la animosidad popular contra su padre. Y contra ella misma.
Historiador. Radica en Santiago de Chile, donde enseña en la Universidad Católica de Chile. Es especialista en temas de ciencia y tecnología. Su libro más reciente es Los años de Fujimori (1990-2000), publicado por el IEP.