Aparte de todo lo ya dicho sobre el aumento de la pobreza de 27,5 a 29% del 2022 al 2023, que constata el informe del INEI, hay varios temas de mucha relevancia que deben ser motivo de amplia reflexión.
Uno de ellos es la importante incidencia de los programas sociales en la disminución de la pobreza, muchas veces minimizado y hasta negado por la economía ortodoxa. En efecto, si la población pobre no hubiera recibido ninguna transferencia pública (de los programas sociales), la pobreza en el 2023 habría sido 35,1%, es decir, 6,1% más que el 29%.
¿Cuáles son estas transferencias? Aquí hay que distinguir entre las transferencias monetarias (Juntos, Pensión 65, Beca 18, bonos del FISE, entre otras) y las transferencias en especie (salud, educación, Qaliwarma, Cuna Más). La mayor incidencia viene por el lado de las transferencias monetarias, que tiene a su cargo el Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social-Midis. Debido al COVID-19, hasta el 2021 se dio ayuda monetaria a través de bonos.
¿Muy bien entonces por los programas sociales? Sí, hasta cierto punto. Sucede que, en los últimos años, las transferencias públicas, monetarias y en especie han venido disminuyendo. Nos dice Javier Herrera (miembro del Comité Consultivo del Informe de Pobreza del INEI) que desde el 2014 hasta el 2019 las transferencias monetarias y en especie se mantuvieron constantes (1), calculadas en soles por habitante (ver gráfico).
En el 2020 y el 2021, aumentaron fuerte debido a la pandemia (como en todo el mundo). Sin embargo, en el 2022 y el 2023, las transferencias públicas monetarias fueron levemente inferiores a las del 2019. En el caso de las transferencias en especie, estas se situaron muy por debajo del promedio de los años anteriores: bajaron de 36 a 26 soles per cápita, es decir, casi un 30%.
Aquí la pregunta es ¿por qué?, si justamente en estos años el crecimiento ha sido menor al de años anteriores; además, en el 2023 hubo recesión y el PBI decreció en 0,6%. Agreguemos que el presupuesto inicial modificado (PIM) del Midis en el 2023 fue de S/6.564 millones, lo que equivale al 2,01 % del presupuesto nacional de S/247.122 millones en ese mismo año. La política pública debiera ser contracíclica: cuando hay recesión el gasto público debiera aumentar para contrarrestarla —y combatir la pobreza—. Pero no se hizo.
Hay que agregar que la mayoría de los programas sociales han estado orientados a favorecer a las regiones con mayor cantidad de pobres y pobreza extrema, sobre todo en la sierra, lo cual está bien. Allí va la mayor parte de fondos de Juntos, Pensión 65, Beca 18 y los bonos del FISE (que el Ministerio de Energía y Minas entrega a la población pobre para abaratar el precio del balón de GLP).
Pero sucede que en estos últimos años ha aumentado la pobreza urbana, que en el 2023 fue de 26,4%, por lo que se incrementó en 2,3% con relación al 2022. Eso se ha traducido en el hecho de que la anemia infantil ha crecido en el área urbana de 35,3 a 40,2% de la población del 2021 al 2023. Lo mismo ha sucedido con el déficit calórico. Nos dice Javier Herrera: “Ha revertido su tendencia y comienza a subir a partir de 2016, se agrava con la pandemia y en la capital crece a un ritmo más acelerado que en el resto del país. Más de 4 de cada 10 limeños no logra cubrir sus necesidades alimentarias mínimas. En Lima, hay más personas con hambre en absoluto y en % respecto a los hogares rurales y otras ciudades” (1).
El tema aquí es que no hay una estrategia contra la pobreza urbana. La politóloga Valery Maco nos dice: “En contraste con el caso peruano, los programas de otros países cubren tanto a la población pobre rural como a la pobre urbana. Brasil, Chile y Argentina se distinguen porque sus programas de lucha contra la pobreza se diseñaron sin criterios de focalización geográfica, mientras que México y Colombia eliminaron este instrumento con el objetivo de permitir la cobertura de distritos urbanos en 2001 y 2007, respectivamente” (2). Clarísimo.
¿Por qué no sucede lo mismo acá? En gran medida porque se piensa que quienes ya no son pobres forman parte de la clase media, dejando de lado el hecho de que existen no pobres, pero que son vulnerables: suman el 30% de la población. En total, el 60% de los peruanos vive en pobreza y en la vulnerabilidad de la pobreza.
Valery Maco nos dice también que “el olvido de la pobreza urbana” puede tener una explicación política. Nos comenta: “En los países arriba citados, existe un sistema institucionalizado con partidos programáticos, horizontes temporales de largo plazo, así como una continua renovación de la clase política. La competencia entre ellos, en medio de la presión social existente, los lleva a priorizar una mayor cobertura de la población vulnerable en las ciudades” (2).
Esos partidos casi no existen acá. A lo cual se agregan dos cosas: de un lado, que la relación entre los partidos y la sociedad civil es escasa y, de otro, que no hay reelección, lo que alimenta el desinterés por esa relación con la sociedad urbana. Lo que ahora prima es el gran interés de ‘los políticos’ por satisfacer los intereses de sectores ‘propios’ (como las universidades), así como de economías delictivas: tala ilegal, el contrabando y hasta el narcotráfico, entre otras.
En artículos anteriores, hemos dicho que hasta los años 80 la pobreza no era el tema eje en América Latina ni en el mundo. Las variables más relevantes eran el empleo y la distribución del ingreso nacional.
El aumento del empleo estaba íntimamente ligado a los asalariados, sobre todo en las actividades industriales, de servicios (comerciales, financieros), en el sector agrícola, minero y de hidrocarburos. La distribución del ingreso se relaciona con el ‘reparto de la torta’ y se ponía especial énfasis en avanzar —poco a poco— hacia una nivelación de los distintos sectores sociales, con el objetivo de recortar las distancias salariales.
Todo cambió cuando en 1990 el Banco Mundial publicó su Informe Anual con el título “Pobreza”. Y afirmó que “su sueño” era “un mundo sin pobres”. Se definió que los pobres eran aquellos que no ganaban una cantidad de dólares al día (uno o dos dólares diarios). O sea que la superación de la pobreza consiste en ganar un poco más que esa cantidad. Y listo.
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Pero lo que ha sucedido en varios países de América Latina y en el Perú es que los avances en la reducción de la pobreza (se redujo del 50 al 20% en solo 10 años), debido al superciclo de altos precios de las materias primas, no se tradujo en la creación de empleos en el sector formal, muestra de la incapacidad del modelo económico para esa tarea. No. Se tradujo en el aumento de la informalidad, que siempre ha estado alrededor del 72 al 75% de la población peruana.
Ese modelo de “piloto automático” es el que hay que cambiar, porque la informalidad (que no es un delito) es el caldo de cultivo para las economías criminales y delictivas. Para superar ello, combatamos la pobreza y, a la vez, avancemos hacia el cierre de las brechas de productividad, tema de próximos artículos.
Humberto Campodónico. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.