¿Quién no recuerda la escena final de la película El abogado del diablo? Aquella en la que Kevin Lomax (personaje encarnado por Keanu Reeves) se marcha tras aceptar dar la entrevista que lo hará famoso y, de pronto, el periodista que lo acababa de convencer se transforma en Satanás (encarnado por el genial Al Pacino) y exclama satisfecho:
-Ahhh, ¡la vanidad! ¡Definitivamente, mi pecado favorito!
Pues, nada más cierto. Ha sido la vanidad, a lo largo de los siglos, lo que ha permitido a Satanás (que, por cierto, no existe… aunque uno nunca sabe) manejar al ser humano a su antojo y llevar a gente aparentemente muy virtuosa a hacer barbaridades que no se explicarían por ninguna otra razón. Y si puede trastornar a gente virtuosa, ¿cómo no va a hacer presa de los políticos, esos seres inflados de ego cuyo único norte es el poder?
Max Weber, el padre de la sociología, dijo alguna vez que “el político debe luchar contra la vanidad, ese enemigo ‘trivial y demasiado humano’ que los lleva a preocuparse de la imagen, del aplauso fácil y no de las consecuencias de sus actos o de su deber republicano”. Candoroso, Weber exigía a los políticos despojarse de lo único que da sentido a sus vidas, digan lo que digan de los dientes para afuera.
Ya que estamos, ¿qué duda cabe de que, en la explicación final del desmadre provocado por los Rolex de la presidente de la República, está ese pecado capital? Aunque no lo perciban los analistas, enfrascados como están en hurgar en la corruptela (que la hay, y mucha), las componendas y las trasgresiones a la ética pública que esas joyas reflejan, no hay otra explicación posible.
Según quienes la conocen, Boluarte no es ninguna luminaria, pero tampoco carece de inteligencia. Es una política normal, con las astucias y habilidades de cualquier miembro de esa fauna. No por nada pudo sobrevivir y maniobrar en un partido de tinte castrista sin ser ni remotamente de izquierda y llegar a ser designada candidata a vicepresidente. Por eso, sus irracionales esfuerzos por zafarse de esa camisa (¿Hermès?) de once varas en la que se ha ido metiendo solita, solamente, pueden explicarse así: tanto como salvar su cargo, la mueve el deseo de “salvar la cara”, esa expresión tan limeña para referirse al orgullo.
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De los muchos pecados que el ser humano suele cometer, sin duda es la vanidad la que puede llevarlo a actos incomprensibles, absurdos y torpes. Imagínese cualquier otro pecado. ¿La gula? A lo más te llevará a la obesidad mórbida. ¿La lujuria? Bueh, mientras sea consensuada y entre adultos, no tiene por qué importar a nadie. ¿La ira? Un rasgo de intemperancia infantil. ¿La pereza? Que, by the way, es mi pecado favorito, a lo más puede empujarte a llegar tarde al trabajo. Y así todos los demás.
¡Pero la vanidad! Ahhh… ¡La vanidad! Es el pecado —el dogma católico lo conoce como soberbia— que está detrás de la mayoría de los actos, ruines o heroicos, del ser humano. Y lo es porque, en el trasfondo, está ese animal indoblegable que todos llevamos dentro: el ego. Y detrás del ego, las inseguridades, la necesidad de ser admirado, el temor al rechazo ajeno. Y todavía más al fondo de ese infierno, el miedo de todos los miedos, a veces más grande que el miedo a la muerte: el miedo al ridículo.
Fue la vanidad la que llevó a Menelao a iniciar su guerra contra los troyanos cuando Paris le birló a la díscola Helena. ¿No hubiera sido mejor para él resignarse a sus decorativos cuernos y tratar de olvidarla con alguna de sus muchas mujeres disponibles? Pero la vanidad no entiende razones y, a veces, se disfraza de “dignidad”.
En otras ocasiones, puede llevar a gestas pomposas solo para satisfacer el ego descontrolado (megalomanía, le dicen algunos) de un hombre. Porque ¿qué fue sino lo que llevó a Napoleón a querer erigirse como el gran conquistador de Europa hasta su humillación en Waterloo? Y, un par de siglos más tarde, ¿no fue acaso la vanidad lo que motivó a un mediocre pintorcillo austríaco a hacerse militar y arrastrar en sus enfermizas ansias de grandeza al país más culto de Europa hasta una deshonrosa derrota?
Y ni hablemos de gente como Stalin, Mao o Kim Il Sung y toda su progenie, cuya arrogancia (el otro nombre de la vanidad) no solo mató a millones de personas, sino que los llevó a obligar a sus naciones a rendirles culto con estatuas, celebraciones multitudinarias y hasta modismos forzados en el lenguaje común solo para satisfacer sus egos desmedidos.
Ahora, vengamos más cerquita: ¿no es el estrambótico Donald Trump un monumento guatón a la soberbia, la vanidad, la altanería y el narcisismo (todos términos con gran parentesco, aunque no necesariamente sinónimos)? ¿Y qué es Bukele, sino un vanidoso irredento cuya arrogancia lo ha llevado no solo a violar derechos y reelegirse ilegalmente, sino a creerse tan todopoderoso que se ha ofrecido a resolver los endémicos problemas… ¡de Haití!?
Y ni hablemos de Javier Milei, a quien el mínimo cuestionamiento sume en la pataleta más violenta. O de su némesis, Cristina Fernández de Kirchner, quien, durante su gobierno, no solo se llenó de bótox y joyas (¡caramba, qué coincidencia!), sino de montones de dinero mal habido que la llevaron a una condena por corrupción.
En nuestra historia local, cómo ignorar el ego colosal de un expresidente que no soportó la idea de ser visto enmarrocado enfrentando a la justicia y prefirió suicidarse, no sin antes dejar una reveladora carta que contiene una frase que es el sumun de la arrogancia: “Les dejo mi cadáver como prueba de mi desprecio”.
La vanidad estupidiza. Lo vimos con alguien supuestamente frío y calculador como Vladimiro Montesinos, que, según se supo por las incautaciones de su horrenda casa en la playa Arica, cubría sus inseguridades con decenas de Rolex y Patek Philippe, amén de cientos de camisas tornasoladas que parecían diseñadas para un grupo de reguetoneros.
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Por eso es fácil imaginar a una Dina Boluarte, que por primera vez saboreaba las mieles del poder, recibiendo joyas a raudales y luciéndolas en público, obnubilada a tal punto de no prever las evidentes contradicciones y consecuencias. ¿Qué más que la vanidad puede haberla llevado al indescriptible gesto de cargar un Rolex de más de quince mil dólares a un acto donde se iba a hablar de la pobreza?
Esa vanidad solo puede ser superada por la descomunal arrogancia de otra política: la tres veces perdedora candidata a la presidencia que se negó a aceptar sus derrotas y, durante tres períodos seguidos, se dedicó a desestabilizar al país, vacar presidentes, y que hoy gobierna en la sombra con un único objetivo: abrirse paso a una cuarta candidatura.
Triste país el nuestro, en el que dos mujeres cogobiernan aferradas a las hilachas de sus egos indomables. Una, cargada de joyas, y la otra, de rabia.
Periodista por la UNMSM. Se inició en 1979 como reportera, luego editora de revistas, entrevistadora y columnista. En tv, conductora de reality show y, en radio, un programa de comentarios sobre tv. Ha publicado libro de autoayuda para parejas, y otro, para adolescentes. Videocolumna política y coconduce entrevistas (Entrometidas) en LaMula.pe.